Hijos de corazón

Hace tiempo que la revolución familiar ha desmontado el concepto de hogar tradicional, entendido como aquel compuesto por un hombre y una mujer casados con la intención de tener hijos. Junto a esos modelos ‘clásicos’, que siguen siendo los mayoritarios, conviven los formados por padres y madres separados, divorciados, viudos, padres adoptivos, matrimonios homosexuales o parejas que comparten un mismo techo sin estar casados. El parentesco de los Larrañaga Blanco, sin embargo, no encaja con ninguna de estas etiquetas del complejo universo familiar.
Txema y Mari Jose tienen dos hijas biológicas, Andrea y Maeva, una familia de toda la vida a la que se unió hace ocho años el pequeño Iram, un espabilado niño que fue apartado de sus padres con 18 meses y que ellos acogieron para educarlo en el calor de un hogar. A la familia se ha sumado además hace escasos días otro menor, que reside en un piso de acogida de la Diputación de lunes a viernes y pasa el fin de semana con ellos. El rostro que falta para completar el retrato de este hogar hondarribitarra tan peculiar se llama Nogaye, tiene 21 años y se deshace en gestos de cariño hacia Mari Jose y Txema. Son sus padres, pero no son sus padres.
¿Y cómo se entiende esto? Nogaye llegó hace quince años a la familia Larrañaga Blanco de la forma en que se fraguaron muchos de los primeros acogimientos de menores desprotegidos en Gipuzkoa, «por casualidad»; pero un encuentro sin nada de particular cambió su vida para siempre. Tanto que, cuando la joven dejó de estar bajo la tutela de la Diputación al cumplir los 18 años, decidió quedarse a vivir en el hogar que le había brindado la oportunidad de crecer como cualquier otro niño de su edad. Muy pocos chavales acogidos, de hecho, inician un camino independiente tras alcanzar la mayoría de edad (13%) y sólo un 8% vuelve al hogar de la familia biológica, según cifra un estudio de la Universidad de Oviedo, elaborado por Jorge Fernández del Valle, Amaia Bravo y Mónica López, el equipo de profesionales que se encarga también de supervisar el correcto funcionamiento del programa de acogida de menores en Gipuzkoa.
La adopción del adolescente es una de las fórmulas legales para formalizar esos vínculos afectivos que se han ido construyendo de forma espontánea con el paso de los años, pero no todos los casos pueden acogerse a este trámite, bien porque no cumplen con los requisitos jurídicos requeridos bien porque simplemente no quieren prescindir de sus vínculos de origen. Nogaye, por ejemplo, mantiene contacto con su madre biológica y crece en una situación familiar singular. «Tengo una madre biológica, pero mis padres de verdad son ellos», define sin darle más vueltas. «Nosotros somos sus padres afectivos -interviene Txema como para intentar explicar este ‘enredo’ familiar-, y luego están sus padres legales».
Mayor respaldo legal
El único problema es que esa falta de cobertura jurídica les deja a menudo sin respuesta para trámites tan sencillos como solicitar una beca para la universidad. Nogaye, que estudia Educación, está a la espera de recibir el visto bueno a su solicitud después de «remover todo» para conseguir la ayuda. «Me piden la firma y documentos de mis padres, pero claro, es que mis padres no son mis padres legales», intenta justificar. Las familias piden a la Administración un mayor respaldo legal para sus hijos. «A nosotros nos tocó abrir el camino de la acogida y ahora nos toca pelear por este modelo de familia», sentencia Txema.
La familia Larrañaga Blanco recuerda como si fuera ayer el día en que conocieron a Nogaye. «Fue en una comida familiar hace ya quince años. Nos comentaron que una monja que estaba al frente de un piso de madres solteras necesitaba ropa de bebé para uno de ellos. El día en que llevamos a aquella casa todo lo que habíamos guardado coincidió con el cumpleaños de Nogaye, que vivía allí con su madre. La conexión fue inmediata. Tanto que Maeva, Andrea y la propia Nogaye terminaron la tarde de juegos a lágrima viva porque no se querían separar».
Al cabo de un año, cuando la Diputación determinó que la madre de Nogaye no estaba capacitada para quedarse al cuidado de la pequeña, surgió la oportunidad del acogimiento. «¿Y eso qué es?», preguntó Mari José «alucinada» cuando se lo propusieron por teléfono. La naturalidad con la que la cría, entonces de 7 años, se acopló al ritmo familiar borró los miedos que habitualmente ensombrecen esos primeros meses de conocimiento mutuo. Y así, poco a poco, todos juntos fueron superando problemas hasta convertirse en un hogar «como todos los demás».
Mari Jose y Txema dejan claro que la convivencia no ha sido un camino de rosas, al contrario, han tenido que «hilar muy fino, más que con nuestras hijas biológicas», para interpretar cualquier señal de alarma de los menores que tienen acogidos. A Nogaye, explican, le vino muy bien mantener la relación con su madre biológica, unas visitas al principio «traumáticas» para la familia que luego se convirtieron en una rutina más. Pero no fue hasta los 17 años cuando comprendió «de verdad» por qué había sido separada de sus padres. «Cuando le contamos la historia de su padre, fueron las cataratas del Niágara», bromea Mari Jose, que contagia su humor al resto de la mesa. «Pero entre todos hicimos piña: el colegio, el psicólogo, el médico y la familia, y conseguimos levantarla. No creas que por estar ahora tan feliz Nogaye ha llegado hasta aquí de forma tan fácil».
Cuesta imaginar también el durísimo pasado de Sigrid al verla ejercer de anfitriona junto a sus padres de acogida, Juan Miguel Bailador y María Luisa Serrano, una tarde de octubre alrededor de un café. Sigrid es todo sonrisas, como si quisiera aprovechar el momento más intrascendente para desprenderse del drama que le tocó vivir siendo muy pequeña. Lo de hablar se lo deja a sus padres, mucho más locuaces. «Teníamos relación con unas monjas que cuidaban de niños desprotegidos con quienes a veces íbamos a cenar o a pasar la tarde. Un buen día nos lanzaron la propuesta de acoger a uno de ellos. Nunca nos lo habíamos planteado porque ya teníamos dos hijos biológicos y nos dejaron un tiempo para madurarlo», evoca Juan Miguel. Cuando por fin se lanzaron y preguntaron por todos los trámites en Diputación, llegaron lo que Juan Miguel llama «los dolores del parto», el miedo de no saber «si íbamos a ser capaces de llevarlo adelante». Entonces conocieron a Sigrid, una niña de seis años y medio, «muy inquieta y nerviosa», a la que la vida no le había reservado la mejor infancia. Y no hubo vuelta atrás. Dicen que su historia ha sido «un milagro».
Tutela por discapacidad
Sigrid empezó a pasar los fines de semana en casa de los Bailador Serrano y a los meses se convirtió en «una más de la familia. Nunca ha sido una carga, sino un regalo. Todos nos volcamos con ella y mis hijos se portaron ‘chapeau’», reconoce María Luisa. «El principio fue duro -admite Juan Miguel-, pero nos lo planteamos poco a poco y esa fue una de las razones del éxito». Siempre tuvieron claro, por ejemplo, que no querían romper los vínculos familiares de la pequeña. Su abuela materna, que le cuidó hasta que fue dada en acogida, sigue viéndola. Su madre biológica falleció y de su padre conserva algunas fotos en un álbum que se ha convertido en el único nexo en común, porque nunca lo ha conocido.
A los Bailador Serrano les ha tocado pelear para asegurar el futuro de su hija. A los doce años a la cría le fue reconocida una discapacidad psíquica del 23% que luego fue elevada al 33%. «Ese fue el momento en que empezamos a pensar en su futuro, cuando ya no estuviera bajo la tutela de la Diputación», cuenta Juan Miguel. Seis meses antes de que cumpliera la mayoría de edad, se dirigieron directamente a la entonces diputada de Política Social, Esther Larrañaga, a quien escribieron una carta solicitando una fórmula legal para que el acogimiento no terminara con los 18 años debido a la discapacidad que padece. El juez determinó que Juan Miguel y María Luisa asumieran la tutela de Sigrid, una resolución inédita en Gipuzkoa que a todos convenció. «Ella sabe que no somos sus padres legales, pero a los efectos sí. Yo le digo siempre que tiene unos padres de sangre y otros de corazón. Nosotros le queremos igual que a nuestros hijos. ¡Es que es nuestra hija!», resuelve María Luisa antes de lanzarle una sonrisa a Sigrid que no tarda ni un segundo en devolver el gesto.
Fuente: Diario Vasco
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