Cómo fomentar un apego seguro en los niños adoptados/acogidos mediante el uso de la función reflexiva de los padres o cuidadores

Del fantástico blog Buenos Tratos del psicólogo José Luis Gonzalo.

Estoy metido de lleno en la lectura del libro “El apego en psicoterapia” del autor David Wallin, psicólogo y psicoterapeuta, que acaba de ser publicado por la editorial Desclée de Brouwer. Es un libro imprescindible para todo psicólogo-psicoterapeuta que quiera trabajar con sus pacientes desde la teoría del apego.
En esta obra, Wallin, además de hacer una exhaustiva y excelente revisión de los autores que contribuyen al desarrollo de lo que denominamos teoría del apego (desde Bowlby y su colaboradora Ainsworth, pasando por Mary Main y terminando en las recientes aportaciones de Fonagy), propone una aplicación práctica de ésta a la psicoterapia con pacientes adultos que presentan un estado de mente con respecto al apego evitativo, preocupado o desorganizado (no resuelto) Me parece, de lo que llevo leído, un auténtico lujo. El libro abre, además, nuevas perspectivas porque engrana el apego con el mindfullness (conciencia plena), pues los beneficios que la práctica de éste conlleva (el mindfullness se desarrolla a través de la práctica de la meditación) son muy similares a las mentes de las personas que presentan un apego seguro: integradas, flexibles y con un flujo auto-regulatorio.
En esta ocasión, destaco al autor Fonagy, quien ha renovado la teoría del apego (dándole un nuevo empuje y abriendo las puertas a lo que posiblemente será la psicoterapia en el siglo XXI: psicoterapia centrada en el apego, basada en cómo la persona se construye desde las primeras interacciones con los cuidadores y cómo éstas modelan el ser junto con otras experiencias de vida posteriores) proponiendo el concepto de mentalización, algo de lo que ya os he hablado en otras entradas pero que retomo de nuevo porque me parece de enorme trascendencia en la educación y tratamiento de los niños (biológicos o no biológicos)
Fonagy (basándose en la teoría de la mente) amplió el foco de interés para incluir la atención del adulto hacia los estados mentales en general, y en particular los estados mentales de los demás. Para Fonagy, el rasgo distintivo de la capacidad que denominó mentalización (mentalización es el proceso por el cual nos percatamos de que tenemos una mente que media en nuestra experiencia del mundo) no era el autoconocimiento sino el conocimiento de las mentes en general. La actividad de la mentalización (ejemplo, una hija que se percata que el “rechazo” de su padre tal vez es fruto de la depresión, más que de la hostilidad) tiene su origen en lo que Fonagy denomina la capacidad de función reflexiva (Wallin, 2012)
La función reflexiva del cuidador consiste en ser capaz de leer los estados internos del niño y contenerlos, además de reflejarlos sin invadirle. No se trata de que sepamos lo que siente el niño (eso nunca lo sabremos 100% seguro), dice Fonagy. Lo importante es darle al niño indicios, pistas de que su mente y sus estados se comprenden. La función reflexiva se asienta mucho en la capacidad de empatía. Y los cuidadores competentes desde el punto de vista de la reflexión son los que pueden contener los afectos inquietantes del niño comunicando afectivamente y mediante el lenguaje del cariño físico que (1) entienden la causa de la angustias y su impacto emocional; (2) pueden afrontar la angustia y aliviarla y (3) pueden reconocer la postura intencional emergente del niño, entendida como su capacidad de inferir las intenciones que subyacen a la conducta, en particular a la conducta del padre o de la madre. Los padres entablan, de este modo, un proceso de regulación interactiva del afecto. A través de este proceso, refuerzan la confianza del hijo en el vínculo de apego como refugio y base segura. Y al reconocer la postura intencional del niño, estos padres (mentalizadores) aportan piezas fundamentales para el futuro desarrollo de la capacidad de mentalización en el hijo (Wallin, 2012)
Fijaos si tiene trascendencia esta función reflexiva que Fonagy nos dice, sin ambages, que los padres con una fuerte capacidad reflexiva tienen una probabilidad tres o cuatro veces mayor de criar hijos seguros que los padres cuya capacidad era escasa. Las personas (padres o niños) que han tenido una vida dura con experiencias tempranas difíciles atenuaban el impacto de éstas si estaba presente la capacidad de mentalización o si la desarrollaban posteriormente. No es tanto la historia que hayas vivido sino la actitud que tengas ante la misma y cómo la hayas construido. Por ello, los padres con historias duras a sus espaldas (importantes privaciones, etc.) pero dotados de una potente función reflexiva desarrollaban hijos seguros. Y disminuía la probabilidad de aparición de la transmisión generacional del apego inseguro.
De todo esto podemos deducir que un pilar fundamental en el trabajo con los niños víctimas de experiencias duras de vida y que han desarrollado apegos inseguros (aparte de una relación basada en la aceptación de la persona del niño pase lo que pase) está en utilizar la función reflexiva con el fin de que éste pueda ser capaz de descubrir la mentalización (el otro tiene una mente con deseos, intenciones, emociones…)
Tanto en la psicoterapia, como en el trabajo educativo (profesores, educadores…) y la labor de los padres, debemos marcarnos como prioridad ayudar al niño a que piense sobre sus sentimientos y sienta sobre sus pensamientos, que reflexione internamente. De este modo, estaremos fomentando el surgimiento de la mentalización. Sin embargo estamos demasiado cebados en “ponerle consecuencias” dejando a un lado el importantísimo y trascendental trabajo de la potenciación de la reflexión en el niño. Y, además, teniendo en cuenta que estamos metidos en una vorágine de actividad diaria, nos queda muy poco tiempo y estamos muy cansados para hacer este trabajo. Trabajo que requiere de tiempo, de paciencia, de motivación y sobre todo, de darle la prioridad que tiene (que no se la damos; son muy poquitos los padres que se convencen de que esto merece la pena y estamos demasiado seducidos por las propuestas tipo supernany: eficaces en el cortoplacismo pero que no enseñan al niño a pensar y sentir; negativas a largo plazo y además, estropean el vínculo entre padres e hijos si las técnicas disparan la cólera del niño y las interpreta como dañinas, que así suele ser)
Hay niños que tienen mucha dificultad para desarrollar esta mentalización y requerirán que actuemos como si el niño fuera más pequeño (la función reflexiva la usa el cuidador en los primeros años de vida y el niño, para el primer año, ya se hace una idea de la intención del otro) Tendremos que ir más atrás con ese niño más mayor.  ¿Cómo?
Fonagy nos dice que debemos manifestar un eco, una reflexión y una expresión del estado interno observado en el niño para que los padres o cuidadores propicien que éste descubra paulatinamente sus propias emociones como estados mentales que pueden ser reconocidos y compartidos, descubrimiento que sienta las bases de la regulación del afecto y el control del impulso. Si no trabajamos esto, será imposible que el niño aprenda a saber por qué hace determinadas conductas como pueden ser no estudiar, pegar a los compañeros, sentir angustia, explicar por qué cogió las cosas de otro sin pedir permiso, etc. Muchas conductas que interpretamos de manera inadecuada. Y son producto de un déficit en la mentalización del niño (Wallin, 2012)
Lo entenderemos mejor con estos ejemplos: Los padres o cuidadores, con su bebe, que llora porque no llega a tiempo el biberón: “Lloras ¿eh?; es que el bibe estaba frío y tú ya sentías enfado» (enfatizando) «Pero ya estamos aquí, ya estamos aquí…» (sonriéndole y mirándole con ternura) Porque Fonagy dice que para que tales expresiones contingentes se vean como REFLEJOS DE LA EXPERIENCIA EMOCIONAL DEL NIÑO, Y NO LA DEL PADRE O DE LA MADRE, éstos deben “marcar” tales expresiones como si fueran simuladas (exagerando el afecto que se refleja) o (como en el ejemplo del biberón que hemos puesto) mezclando el afecto inquietante (el enfado por la tardanza del biberón) con otro que lo contradiga (la sonrisa por la llegada del biberón que es un afecto de alegría que contradice al del enfado) Como vemos lo importante es darle al niño indicios de cuáles pueden ser sus estados internos. Otros ejemplos de aplicación de esta función reflexiva los podemos observar en los padres competentes cuando se comunican lúdicamente con sus bebés y les reflejan sus emociones, esas interacciones que son mágicas pues el bebé y el adulto están conectados cual wifi emocional.
Con los niños más mayores hemos de proceder ayudándoles con palabras que reflejen cómo se pudieron sentir en distintas situaciones en las que tienen dificultades de regulación y de control de impulsos. Por ejemplo, para los niños que agreden: qué piensan, sienten…, reflejando el estado interno que pueden sentir (rabia antes de pegar) Lo repetimos como un eco y lo expresamos. Y si el niño no conoce sus sentimientos, tenemos que ayudarle a que los reconozca y les ponga palabras. De este modo, comparte la experiencia, reflexiona y consigue ir aprendiendo a auto-regularse. Es un trabajo largo y lento, pero, para el futuro, sentará unas bases de competencia emocional en el niño.
Fuente para elaborar este artículo: Wallin, D. (2012) «El apego en psicoterapia» Bilbao. Desclée de Brouwer.
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