Educando a los hijos: cuando menos es más

Un interesante Editorial de FAMIPED, la Revista electrónica de información para padres de la Asociación Española de Pediatría de Atención Primaria, que invita a la reflexión.

Cuando pensamos en infancia, nos vienen a la cabeza los hijos de nuestra acomodada sociedad pero, dado el extenso mundo en que vivimos, cada vez aparecen más en los medios las imágenes de niños de países asiáticos, de países pobres al lado de nosotros en Europa, de países misérrimos en África…

Todos creemos conocer las diferencias entre niños de países ricos y pobres. Sabemos que cada pocos segundos muere un niño en el tercer mundo debido a la pobreza o a la guerra. Que muchísimos nacen o quedan enfermos, incapacitados, huérfanos, ciegos o sordos en regiones donde esto puede ser peor que la muerte. Que un excesivo porcentaje no puede aprender a leer y a escribir, que ser mujer allí es nacer ya con un gran handicap…

Pero es injusto hablar siempre de esos niños con pesimismo y, desde FAMIPED, sin caer en el maniqueísmo, queremos dar otra visión de esa infancia, recordar que tienen muchos valores a envidiar y, quizá, a imitar.

Esas sociedades se fundamentan, en general, en una familia sólida y amplia, sea el núcleo monoparental o no, y en su amor por los niños. Cuando la madre o el padre están enfermos o ausentes, el resto de la familia cuida a los pequeños, evitando que sufran soledad o carencias emocionales. Además, los niños respetan a sus mayores con veneración porque saben que de su experiencia viene la sabiduría.

Al carecer de recursos económicos, desarrollan la imaginación para juegos, teatros, mimos, dibujos o narraciones, y aprecian infinitamente los objetos, incluso los pequeños detalles materiales. Por otro lado, no dudan en compartir, quizá precisamente porque, al tener poco, compartir sea más fácil o, tal vez, porque aprecian recibir algo cuando no tienen de nada.

Viven la vida con naturalidad incluso en la desgracia; la aceptan como llega, sin culpar ni culparse. Son ingenuos, no dan vueltas y revueltas mentales a cada actuación.

Y los padres, dado que sus hijos no van a poder tocar la guitarra, aprender dibujo e ir a clase de refuerzo o de chino o de kárate, no se estresan; gozan (o se resignan) con serenidad, disfrutando sin más de las horas que, para nosotros, a veces, se convierten en una tortura.

Pero lo más importante es que los niños sonríen mucho y ríen a carcajadas fácilmente. A ellos, todavía no conscientes de las adversidades, se les ve felices.

Como hemos dicho, no es que los pediatras creamos que los padres en esas sociedades sean mejores. En absoluto. El ser humano es parecido en todas partes, ni mejor ni peor, pero se adapta a sus circunstancias. Lo que sí vemos es que nos hemos “desarrollado” materialmente demasiado rápido, con consecuencias desfavorables para nuestros hijos, y tal vez debiéramos frenar y retomar algunas de estas ideas educativas que hasta hace poco prevalecían en nuestro medio, baluarte de la educación en valores.

No parece normal que nuestros niños de tres años reciban en Navidad regalos de Papá Noel y Reyes por parte de abuelos, tíos y padres. O que, desde edades tempranas, tengan que llevar jersey de marca, ir al cine todos los fines de semana, con palomitas incluidas, o cambiar el teléfono cada 2 años.

Tampoco lo es que la crianza de un bebé nos resulte una carga de la que no podemos disfrutar porque, en vez de usar el instinto y el sentido común, queremos descargar la responsabilidad en otros, recibir instrucciones para cada movimiento, culpar a los demás si no sale todo como se preveía, y tener hijos perfectos, es decir con las características y cualidades idealizadas de lo que debe ser un hijo.

Sería interesante copiar algunos de los aspectos de estos países: aceptar con más naturalidad las carencias o diferencias de cualquier tipo de nuestros hijos, promocionar su estabilidad emocional por encima de la académica, el desarrollo de su creatividad y de su espiritualidad y, desde luego, disfrutar de ellos, con ellos; reírse, hacerles caso aunque tengamos “cosas pendientes”; compartir TIEMPO, si no lo hacíamos, y gozar de lo no material.

Seguramente, cuando sean mayores, recordarán mucho más los columpios, el paseo o la partida de parchís con ellos que la última generación de la play o la clase de piano a la que su padre se empeñó en que asistiera, sin tener en cuenta sus aptitudes y preferencias.

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