El viaje de Isabel

Isabel es una mujer valiente, intrépida y con una fortaleza mental imprescindible para salir con el corazón entero de la aventura vital y emocional en la que está a punto de embarcarse. Isabel se dispone a emprender un nuevo viaje a Etiopía, donde nacieron sus dos hijas adoptivas, las mellizas Cristina y Lorena, que acaban de cumplir tres años.

Regresa a Adís Abeba, para encontrarse por primera (y quizás última) vez con la madre biológica de las niñas. No es habitual, más bien todo lo contrario, que una madre adoptiva quiera conocer a la madre que parió a sus hijas y menos aún que contrate a un investigador privado para buscarla en ese inmenso país de 84 millones de almas y que éste consiga localizarla. Las dos madres se encontrarán el 2 de noviembre.

La fascinante belleza de África brilla poderosamente en los ojos de Cristina y Lorena, las dos pequeñas etíopes que Isabel y su marido, un británico de Bristol que se enamoró de España hace ya 25 años, adoptaron en 2010. Cristina, la mayor, es más risueña y gamberra; Lorena, más buena y noblota. Ambas crecen en plenitud, amor y alegría en el seno de su nueva familia, tienen dos hermanas que las adoran, Sara, de 6 años, y Andrea, de 18, van a un colegio público de Madrid y están siendo educadas en castellano e inglés, pero tratando de mantener fresco el vínculo con la tierra que las vio nacer, con sus tradiciones y sus costumbres.
Ese interés por que las niñas no pierdan sus raíces comporta, por ejemplo, frecuentes salidas de toda la familia al ‘Nuria’, un acogedor restaurante etíope salpicado de artesanía y decoración africana y donde el plato típico es la injera, una curiosidad culinaria que es a la vez, comida y cubierto.
Decíamos que Isabel se está preparando para el segundo gran viaje de su vida tras el que hizo en 2010 para recoger a sus hijas. Por delante tiene unas diez horas de vuelo al aeropuerto de Adís Abeba (a 5.300 kilómetros de Madrid) y otras seis más de polvorientas carreteras hasta llegar a Gesuba, una diminuta aldea de la región de Wolaita, al sur del país, de donde procede la familia de Aster, como así se llama la madre biológica de las niñas. Ligera de equipaje, esta española de 42 años de edad que trabaja en una multinacional eléctrica va, sobre todo, cargada de fotos de las nenas y de preguntas, muchas preguntas, para poder ofrecer respuestas si alguna vez sus mellizas quieren saber más sobre su pasado. El encuentro de las dos madres promete ser emotivo. Ambas están impacientes por abrazarse. El abrazo maternal de dos mujeres separadas por la raza, la religión, el país, pero unidas por unos lazos indestructibles como la sangre. «Yo quiero conocer a Aster, a sus padres, a sus hermanos, la aldea donde ella se crió, sacar millones de fotos, hacer un montón de preguntas, empaparme de toda la información que pueda…», recita con entusiasmo.
La mujer a la que Isabel estrechará entre sus brazos dio a luz a sus mellizas en la chabola de un barrio pobre y marginal de Adís Abeba. Ni paritorio, ni médico, ni matrona, ni por supuesto las mínimas condiciones higiénicas. Aster parió con la única ayuda de una vecina. Ni se imaginaba que traía dos niñas. Fue una sorpresa. Durante el embarazo no pudo permitirse ir al médico. Nada extraordinario en Etiopía, un país que sin ser el de las hambrunas de hace lustros, dista mucho de nadar (ni siquiera flotar) en la prosperidad. Cristina (a la que Aster puso de nombre Meron) nació rayando la medianoche del 6 de julio de 2009 y Lorena (Lulit) lo hizo dos horas después, ya el día 7. Mellizas de días distintos… estas niñas nacieron con duende.
De la aldea a la gran ciudad
La historia de Aster no es muy distinta a la de miles de mujeres etíopes que emigran en busca de una oportunidad a la gran ciudad procedentes de las desperdigadas aldeas del campo etíope, donde no hay mucho más futuro que pastorear cabras o cultivar café. Frisaba los 20 años cuando empezó su propio negocio, llevando mantequilla de su pueblo natal para venderla en la capital. Al principio funcionaba bien pero cuando algunos clientes dejaron de pagar sus cuentas, se vio obligada a trabajar en la construcción para saldar sus deudas. En Etiopía es muy común ver obreras subidas a andamios o acarreando sacos de cemento para levantar edificios. Como adolecen de la maquinaria más elemental, la fuerza que sustituye a grúas, excavadoras y cargadoras es la que aportan las mujeres, a las que se les reserva las tareas más duras y sacrificadas. Aster se echó un novio, un compañero de la obra. Se fueron a vivir juntos y al poco tiempo ella se quedó embarazada. A los cuatro meses, el chico la abandonó y ella siguió deslomándose subiendo y bajando lotes de ladrillos, picando piedras… hasta el octavo mes de gestación, cuando su cuerpo dijo basta.
Tenía 21 años cuando nacieron Meron y Lulit. Al principio las sacó adelante con sus escasos ahorros, pero se acabaron pronto y a los dos meses y medio tuvo que volver al tajo porque, sin medios para comprar comida, ella no probaba bocado y las niñas pasaban hambre. Ni Aster ni su familia podían hacerse cargo de sus hijas, así que decidió entregarlas a un centro de acogida de bebés de Adís Abeba. Su idea era volver a trabajar, ganar algún dinero y recuperarlas lo antes posible. Hasta dijo a los responsables del orfanato que ella iría todas las semanas a verlas para no perder el contacto. Aster encontró un empleo estable como interna del servicio doméstico de una familia bien de Adís Abeba. Pero en Etiopía este tipo de trabajadoras carecen de los más mínimos derechos y a la joven madre no la dejaban ni pisar la calle, ni mucho menos visitar a sus hijas. Pasaron casi tres meses hasta que pudo desplazarse al centro de acogida, donde le dijeron que, a la vista de su ausencia, las niñas habían entrado en un programa de adopción internacional y ya no estaban allí.
Aster regresó llorando a casa de sus ‘señores’. Lloró, lloró y lloró sin consuelo. Ni una foto de las crías tenía. Era de las pocas madres que, en lugar de desentenderse, se había preocupado por ver a sus dos pequeñas. La mayoría de los niños llegan al orfanato tras ser recogidos en la calle o porque sus familias prefieren desembarazarse de ellos. Pero Aster hizo lo poco que estaba en su mano por intentar establecer el contacto con Meron y Lulit. Tal vez por eso Isabel, ajena a estas vicisitudes, ha dedicado tantos esfuerzos a localizar a la madre biológica de sus hijas. «Ella no sabía que las niñas iban a ser dadas en adopción, su idea era tratar de recuperar a las dos mellizas».
Tras firmar todos los documentos legales y celebrarse el juicio, Cristina y Lorena fueron entregadas a sus padres adoptivos. Poco después de llegar a su nueva casa de Madrid en marzo de 2010, el matrimonio se puso manos a la obra para buscar a Aster. Los dos querían contarle que sus hijas crecían sanas y felices, que estaban bien y que no tenía por qué preocuparse. Contrataron a un investigador nativo, Eshetu, que logró localizarla en la casa en la que estaba trabajando. Y un buen día se presentó allí cargado de fotografías de las mellizas. Hacía un año que Aster no sabía nada de sus hijas biológicas. El detective le enseñó las fotos y le contó dónde estaban. «Ella se quedó flipada, no se lo creía, reconoció a sus dos niñas y se quedó súper agradecida de que los padres adoptivos hubiéramos tomado la iniciativa. Se quedó feliz y tranquila de ver que sus dos niñas estaban en las mejores manos». Aster lloró, lloró y lloró, esta vez de felicidad. Y ahora las dos madres están ilusionadas con el encuentro cara a cara. De momento ya han hablado por teléfono y ya conocen sus voces.

«Quiero tener respuestas para mis hijas»

¿Por qué se mete Isabel en este berenjenal de emociones? Por sus hijas. ¿Y por qué ahora? «Porque si no lo hacemos ahora igual es demasiado tarde. En Etiopía la esperanza de vida es de 45 años (Aster tiene 24) y ahora el rastro está fresco. Yo quiero acumular toda la información posible para que Cristina y Lorena sepan de dónde vienen, quién es su madre biológica y el resto de su familia etíope. Que si un día me preguntan yo pueda contestar y enseñarles fotos, que puedan llamar a Aster por teléfono y si quieren ir a verla cuando sean mayores de edad, lo puedan hacer y sepan dónde está. Yo soy su madre, pero quiero que ellas tengan la posibilidad de conocer quién las trajo al mundo y cómo fue el proceso de adopción. Yo me pongo en su piel cuando sean mayores y es lo que me gustaría, y lo mismo me pasa si me pongo en la piel de Aster. Agradecería lo que estamos haciendo».
Isabel quiere ayudar a Aster, pero tiene claro que esa ayuda ha de ser práctica, con un curso de inglés básico por ejemplo para que puedan entenderse por teléfono con sus hijas biológicas, («allí son pobres como ratas, pero todos tienen móvil») o con alguna ayuda puntual por si quiere montar un pequeño negocio en Adís Abeba. «Tenemos la suerte de haber localizado a la madre biológica de mis hijas, cosa difícil en un país como Etiopía, vamos a aprovechar eso. No pretendo convertirme en la señora que se ocupa de las hijas de otra mujer, ni siquiera tener una relación constante, soy su madre, pero, si Aster quiere, no me cuesta nada mandarle fotos de sus hijas biológicas por su cumpleaños para que vea cómo crecen o cómo progresan. Tampoco me planteo traerla aquí a España o ir de vacaciones, pero eso es una cosa y otra bien distinta que las niñas conozcan quién fue su madre biológica y yo tenga respuestas a todas sus preguntas».
Fuente: El Correo de Alava
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