Paradojas de la adopción. Reflexiones a flor de piel

«Paradojas de la adopción. Reflexiones a flor de piel» un artículo del blog de Alfonso Colodrón, profesional de terapia Gestalt y consultor transpersonal.

Adoptar una hija, un hijo, o varios supone algo más que emprender un largo viaje real y metafórico. Ya sabemos que el proceso realmente importante no acaba con tener el libro de familia y los hijos debidamente inscritos en el Registro civil con nuestros apellidos. Más bien empieza entonces el verdadero proceso de establecer un vínculo que se refuerza y ahonda con el paso de los días. Y este vínculo va cambiando poco a poco parte de nuestra identidad y nuestra visión del mundo. Nos hacemos y nos hacen preguntas. Vamos encontrando nuevas respuestas, o a veces no. En estos casos, tenemos que vivir instalados en la duda y en las probabilidades, sin el firme suelo de las certezas, de las creencias o de las expectativas con las que simplificamos la complejidad de la vida.

Madres y padres adoptivos nos esforzamos por normalizar la peculiaridad de nuestros hijos. Los integramos en nuestro entorno familiar y social. En una nueva cultura, en el caso de la adopción internacional. Muchos intentan cortar con el pasado y a veces hasta de borrar toda huella o recuerdo. Y esta actitud a la que atribuimos la mejor de las intenciones, puede ser una bomba de relojería cuando los hijos llegan a la adolescencia o a la edad adulta.

No se trata ya de desvelar lo que antes era un tabú y que acaba convirtiéndose en un trauma: “Sí, hijo, te adoptamos”. Hoy día nuestras hijas e hijos lo saben desde que comienzan a hablar, en general por tener rasgos distintos o porque la mayoría de padres y madres guardan recuerdos, fotos y vídeos que han compartido con ellos. La dificultad puede surgir cuando no interiorizamos que en el momento más inesperado puede aparecer la pregunta “¿por qué fui abandonado?”, asociada a un sentimiento subconsciente de desvalorización, de rabia o de tristeza. En esos momentos, no existen recetas mágicas ni respuestas modélicas, porque cada caso es distinto. Pero sí hay una actitud de enorme apoyo emocional en esos momentos: enfrentar esa verdad cara a cara, estar preparados para esa eventualidad con transparencia, aceptación, sentido común y fortaleza. Nuestros hijos e hijas no serán nutridos en esa ocasión por palabras, sino por nuestra actitud, por la madurez que hayamos adquirido al respecto.

Y aquí vuelvo a la paradoja: una cosa es saberse madres y padres normales, con todas las obligaciones y todos los derechos, con todas las dificultades y todos los gozos de cualquier madre o padre y otra muy distinta es olvidar la peculiaridad que nuestros hijos o hijas pueden reflejarnos en cualquier momento. Las memorias corporales de los primeros días, meses o años de cualquier niño que fue abandonado y posteriormente institucionalizado en un orfanato pueden brotar en determinadas circunstancias, aunque no obligatoriamente de forma traumática. Y esto a pesar de que vayan borrándose con la acumulación de otras memorias de caricias, besos, abrazos, cariño y miles de momentos de seguridad y felicidad a las que nosotros contribuimos de forma activa día a día.

Las risas, los cantos, los juegos infantiles, las preguntas inocentes, las bromas, las negativas, los berrinches, las primeras rebeldías son indicadores de que el proceso de adquisición de una nueva identidad sigue su curso. Esto, por parte de ellos.

Personalmente estoy en contra de los gritos o de los azotes, pero reconozco que la primera vez que di un azote a mi hija eché por la borda el complejo de no ser padre a parte entera. En un primer momento me sentí tan culpable como si la sociedad entera estuviese echándome en cara un posible maltrato a una niña que ya había sufrido el mayor de los maltratos al haber sido abandonada. Han pasado ya seis años y jamás he vuelto a poner la mano encima a ninguna de mis dos hijas. Pero estoy casi seguro que aquellos primeros azotes sirvieron además para otras dos cosas: para fortalecer el vínculo, por paradójico que pueda parecer y, por otro lado, para establecer unos límites tan claros que ni ellas ni yo hemos vuelto a transpasar.

Si pudiese rebobinar, lo haría de otro modo. He aprendido a lo largo de los años otros recursos para detener la energía desbordada de un niño que entra en crisis de rebeldía y no sabe dónde y cuándo parar. Aprendí, por ejemplo, de una buena amiga, maestra en Nueva York, a poner a mi hija mayor frente al espejo, en una época en que aprendía nuevos insultos y palabrotas que repetía sin cesar. A las dos veces de ponerse frente al espejo, le pareció tan terrible o tan ridículo, que después bastaba con la amenaza de “ir a insultar al espejo”. En un mes, se acabó el problema.

A medida que pasa el tiempo, voy acumulando como el resto de padres y madres “medallas” de orgullo legítimo al verlas progresar en el colegio, ser populares entre sus amigas, descubrir nuevas cualidades, aumentar su autonomía. Y soy consciente de las dificultades que se avecinan cuando entren en la adolescencia… Pero eso no es algo presente. Está sólo en mi mente. Así que me relajo y ya lo escribiré en su momento. Por ahora me basta con aprender de la experiencia de quienes me han precedido y empaparme de la problemática de los adolescentes que acuden a mi consulta.

Una confesión de media noche, mientras redacto estas líneas: Ni un solo segundo de los nueve años que llevo siendo padre adoptivo me he arrepentido de mi decisión. Ni siquiera en los momentos de más perplejidad o de dificultades reales por asuntos de salud o de resultados escolares. Si alguna vez me invadieran los negros nubarrones de la duda, me acordaré de esto que ahora firmo y rubrico: No cambiaría el simple hecho de ser padre adoptivo de Lucía y de Lidia por el conjunto de todas las demás experiencias de mi vida. Ni siquiera por los cinco años sabáticos que me tomé siendo más joven, para dar la vuelta al mundo.

Alfonso Colodrón

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