La identidad del nombre y el apellido

El nombre y el apellido son constitutivos de la identidad.

El nombre propio es lo que nos singulariza, es propio porque es de nuestra pertenencia y es lo que nos define. La elección de un nombre implica la evocación de personas significativas para los padres; representa deseos y expectativas que se depositan en el hijo.

Tiene que ver con todo lo que significa el hijo para esos padres en ese momento de sus vidas, es cómo fue pensado por ellos. En los chicos/as adoptados no siempre representa todo esto, algunas veces es elegido por la madre de origen, pero otras es una enfermera o alguien no significativo quien lo hace. De cualquier forma es parte de su historia y por ello el niño/a tiene el derecho a que se respete su nombre de origen.

El apellido por su parte representa el arraigo del individuo a su familia, su pertenencia a ella; habla de los antepasados, de la historia
y tradiciones que lo preceden. Con la adopción se le adjudica al niño/a el apellido de los padres adoptivos adquiriendo así los
beneficios que todo hijo tiene, arraigándolo a la nueva familia y otorgándole una nueva filiación, pero, al “precio” de borrar el
apellido de origen. En cierta forma el niño es “forzado” a tener un apellido que no coincide con su origen; un apellido que debió pertenecer a otro: a aquel hijo que no nació. Hecho no menor, que le genera el interrogante: “¿Quién era yo?” Esto se ve más claramente cuando en una institución educativa se cambia el apellido de origen de un niño como resultado de la legitimación adoptiva pasando de un día para otro a ser llamado por otro apellido.

Un ejemplo de ello es el caso de una niña de 5 años que a mitad del año escolar se le cambia su apellido. A partir de esto en el jardín de infantes la niña empieza a “llevarse cosas de sus compañeros” y a retener sus materias fecales; se vuelve irritable y dominante. Podríamos preguntarnos: ¿Qué vivencias se movilizaron en esta niña que aparentemente venía desarrollándose normalmente?
¿Qué siente que le han robado que lo manifiesta a través de conductas de robo hacia sus compañeros? ¿Qué siente que ha perdido que la lleva a retener sus materias?

En el trabajo con ella se pudo comprender que con estas conductas estaría denunciando su sentimiento de ser despojada de algo que la aferraba a su origen. Juntas pudimos ver que por momentos se volvía tiránica como un recurso frente a los sentimientos de indefensión que surgieron al quedarse sin lo que la arraigaba a sus primeros tiempos y que hacía tambalear su identidad. Laura es su nombre de origen y a partir de un determinado momento quedará unido a un nuevo apellido el de los padres adoptivos. Esta niña ya no se llama Laura P., ahora se llama Laura M., parte de su identidad le ha sido sustraída. Este nuevo apellido la filiará a la familia adoptiva, aferrándola a una cadena genealógica que no es la suya originariamente.

La pregunta que se hace presente es: ¿Quién es ella? Laura necesitará elaborar que ella es el producto de toda su historia: la previa y la posterior a su adopción y será necesario que integre su raíz biológica y su filiación adoptiva en un relato propio que la defina.
El niño/a adoptado cuando se siente inseguro en el vínculo con sus padres, cuando teme el abandono, o perder el cariño, en ocasiones, “adopta” -hace suyo- un síntoma de alguno de sus padres adoptivos como forma de buscar un punto de apoyo, una marca de pertenencia al núcleo familiar que confirme su adopción. También los padres adoptivos se sienten “aceptados” por el niño si este presenta un síntoma similar a alguno de ellos: “Es igual a mí, hasta tiene asma como yo.” “Tiene el mismo tic que el padre.”

Cuando el niño logra sentirse seguro que es el “verdadero hijo” de estos padres, ya no necesitará del síntoma.

Fuente: «Desvínculo – Adopción. Una mirada integradora.» Iniciativas Sanitarias. Uruguay

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