¡¡¡Papá, me aburro!!!

Artículo de la revista digital de FAMIPED, por Maite de Aranzábal Agudo. Pediatra.

El otro día, mi sobrino de 12 años le decía a mi hermano: “Aita, ¡¡me aburro!! “Y, entonces, él, en lugar de horrorizarse por tener la obligación de entretener a su hijo, sólo le contestó: “¿y qué tengo yo que ver con tu aburrimiento?”, mientras pensaba hacia dentro: “Tienes de todo: inteligencia, cariño, juegos de todo tipo, un hermano de tu edad e, incluso, perro. Si te aburres, busca entretenimiento. Tienes un problema grande, no yo”.

Me pareció muy buen criterio y decidí reflexionar sobre eso.

Hoy en día, el niño que no está entretenido dice que se aburre, como quejándose a sus padres. Porque tenemos el concepto de que aburrirse es “sufrir un estado de ánimo producido por falta de estímulos, diversiones o distracciones. Sentir tedio”

Y esto suena horrible, pero yo creo que la palabra puede tener otro significado con diferente perspectiva: sentir un vacío necesario y no agobiante, sentirse libre, no tener la vida programada, no estar ocupado, no tener planes, poder charlar, mirar un paisaje, soñar, pensar con los ojos abiertos desde el coche o desde la habitación, pintar, (leer ni lo nombro porque no se usa…), inventar un chiste, hacer un sudoku, encontrar un hueco para cocinar, hacer un verso a un amigo u ordenar los discos, recortar fotos de las revistas o, simplemente, desear.

Ofrecemos un tipo de educación que no cultiva la construcción de una idea nueva, la creación sin finalidad, sin que necesariamente tenga que ser algo útil ni productivo y sin usar medios materiales sofisticados.

En realidad creo que nuestros niños no saben aburrirse porque nunca lo han experimentado; tienen cada minuto de su vida programado. Gran parte de la culpa es nuestra por dos motivos:

– porque creemos que ocupándoles y divirtiéndoles somos mejores padres y

– porque tienen que aprender cientos de materias (que viene de “material”) para ser niños útiles y eficientes en el futuro.

O al menos es lo que me pasa a mí con mis hijos: al mediodía, piano; después de 7 horas de cole, extraescolares de inglés o baloncesto; luego, deberes, clases de apoyo; más tarde, la ducha, 20 minutos de tele, la cena y a dormir. ¡Es que no nos cabe ni la sesión con el psicólogo porque el niño está estresado o hiperactivo!

Y si en medio hay un hueco, ese hueco no será para charlar con nosotros o con la abuela, intercambiar impresiones o bromas, sino que será dedicado a oír música (que está muy bien, pero sigue sin dejar libre la mente) o jugar con sus amigos virtuales, I-Pod, ordenador o múltiples maquinitas que ofrecen estímulos externos pero nos darán hijos anestesiados a los estímulos internos, a la elaboración del pensamiento.

Y los fines de semana, si quedan libres unas horitas, los llevamos al cine ¿para qué? ¡¡Para que no se aburran!!

Creo que así es difícil que aparezca el espacio necesario para la improvisación, la creatividad, la angustia o el aburrimiento; no conversan apenas, no saben discutir (en el mejor sentido de la palabra). “¡Mamá, no sé qué hacer. Mis amigos no están, no me dejas ver la tele, me has quitado el I-Pod, no funciona la Nintendo..!.”

No sabemos cómo serán pero tenemos el riesgo de que crezcan efectivos, productivos, activos, pero…sin criterio, sin conciencia, sin trabajarse la parte emocional ni la imaginación.

Y prefiero no entrar en la polémica de las redes sociales que, siendo útiles, necesarias hoy en día y, sobre todo, inevitables, tantos problemas pueden traer al ocultar alteraciones en las relaciones sociales o problemas de comunicación en niños introvertidos.

Lo que parece lógico es que, para pensar algo nuevo, es necesario sentir que nos falta algo, ya que, si todo lo tenemos, no necesitamos nada. Si un niño sabe que no hay un solo espacio sin rellenar, no siente el vacío necesario para que se pueda producir una idea. No se nace pensando ni creando. Hay que aprender a hacerlo. A día de hoy, los niños saben lo que tienen que hacer, hacer, hacer, pero no se espera de ellos que piensen. Para eso ya estamos los adultos que pensamos por ellos, ofreciéndoles información ya confeccionada. Y si lo suyo es la creatividad, no la tomamos en serio; “eso son marías” para las que no tenemos tiempo.

Hay más ventajas: si el niño tiene el tiempo suficiente para aburrirse, probablemente no tenga estrés y viva en un ambiente más relajado. Además, sabrá aceptar el hecho de que algunas veces se pueda aburrir, admitiendo que no todo es satisfacción al cien por cien de nuestro tiempo.

Y, para terminar, me gustaría recalcar que el niño sin desafíos interiores y sin victorias propias no se sentirá “realizado”, no será un adolescente feliz. Y el aburrimiento es un esfuerzo. Y pensar o crear exigen un esfuerzo personal al tener que justificar lo que se ha deducido o creado. Sin ese esfuerzo, el niño, sin quererlo, se convierte en un sobreprotegido que no descubre nada por sí mismo, que no tiene iniciativas ni vida interior.

Yo también quiero que mis hijos entren en la ruleta de la vida actual, que tengan nota para la carrera, que dominen la informática, que sean deportistas, sepan de música y hablen idiomas. Por eso, yo tampoco sé cómo hacerlo, lo reconozco, pero sé que debemos dejar huecos en la vida de los pequeños, así como también en las nuestras, para que aparezca el aburrimiento y, por tanto, la necesidad de pensar y cultivar el espíritu, esa palabra tan denostada actualmente. No queramos ser tan buenos padres que resolvamos el aburrimiento del niño en su lugar.

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