El hijo que vino del frío

Rusia

Pontevedra y Birobidzhán están separadas por casi 15.000 kilómetros, una distancia insignificante cuando de lo que se trata es de ir a buscar a tu hijo. Margarita López Costoya y Raúl Martínez Lorenzo la recorrieron varias veces en el 2004 para completar el proceso de adopción de Sergio, un niño de tres años internado en un orfanato de esa localidad de 77.000 habitantes situada en el Extremo Oriente ruso, cerca de Vladivostok. La misma Rusia que acaba de prohibir las adopciones de menores por familias estadounidenses e insinúa que podría hacerlo también con todos los extranjeros.

«Nosotros tuvimos mucha suerte -relata Raúl-, en dos meses habíamos resuelto todo, algo sorprendente cuando ves otras parejas que llevan esperando mucho tiempo (la media actual para adoptar en Rusia es dos a tres años)». Marga y Raúl hicieron los trámites con una ECAI (Entidad Colaboradora de Adopción Internacional) y fueron de los primeros no norteamericanos cuyo expediente fue aceptado en el Óblast (región) Autónomo Hebreo, donde la mayoría de las solicitudes proceden de EE.UU., al otro lado del océano Pacífico. «Elegimos Rusia porque nos ofrecía garantía de seriedad. Teníamos comentarios de experiencias negativas en países sudamericanos y yo no quería esa sensación de oscurantismo, como de que te estás llevando algo. A nosotros nadie nos pidió ni un duro de más, ni un soborno.», explica este empleado de banca, que junto a su mujer, funcionaria, simultanearon la adopción internacional con la nacional. Pero Rusia llamó primero.

Cuando les avisaron no se lo pensaron dos veces. «Fuimos a conocerlo y a aceptar la asignación. No vas a comprar un coche, vas a conocer al que va a ser tu hijo». Los padres biológicos de Sergio habían fallecido en un accidente y ahí estaban ellos para darle una nueva vida y una familia.

Birobidzhán, ubicada junto a la frontera con China y en la ruta del ferrocarril Transiberiano, fue un experimento de la era de Stalin para crear un territorio judío dentro de la URSS. La ciudad cuenta con numerosas sinagogas. Marga recuerda el primer impacto con el clima propio de aquella zona, que en invierno supera fácilmente los 20 grados bajo cero. «El frío era llevadero, era un frío seco, de clima continental, y justo le acababa de decir a Raúl que exageraba con la temperatura cuando empezó a nevar: caían copos como melones».

Por supuesto, iban con todos los papeles en regla. «Los rusos tienen una mentalidad totalmente diferente a la española, son metódicos. La Administración puede ser farragosa, pero al mismo tiempo es seria», señalan. Las últimas horas antes de la entrega del niño fueron de ansiedad. «La noche anterior no dormí», recuerda Raúl, en cuya memoria permanecen imborrables las emociones vividas, igual que nadie olvida cada minuto del día en que nacieron sus hijos. Su padre fue a recibir al aeropuerto con un triciclo a aquel nieto que venía del frío. Fue una alegría inmensa para toda la familia.

Sergio va a cumplir ahora doce años. Es plenamente consciente de que fue adoptado, pero no le gusta hablar del tema. «No quiere recordar, se acuerda del orfanato pero no habla mucho de eso. Tenemos las fotos en un álbum, pero solo ha querido verlas una vez». Al principio pensaron en contratar una cuidadora rusa para que no perdiera el idioma, pero Sergio es Sergio, aunque tenga doble nacionalidad y en su pasaporte ruso ponga Sergéi es un niño español. «Es movido» pero saca buenas notas, le gustan el tenis y el balonmano, jugar a la Play y (esto es noticia) la verdura y los platos de cuchara.

Rusia siempre está presente en la memoria, pero a casa de Sergio van Papa Noel y los Reyes Magos, no Ded Moroz (el «Abuelo Frío», equivalente ruso de Santa Claus). Alguna vez le han preguntado si le apetecería visitar su país de origen, pero todavía no está por la labor. «Iremos en el momento que él quiera», dice su padre.

Desde hace cuatro años convive en verano con Sasha, un niño ruso de su edad que Margarita y Raúl acogen en su casa al amparo de la ONG gallega Ledicia Cativa, que trae menores de la región de Briansk, severamente afectada por la radiación de Chernobil. «Sasha viene por Sergio y por Rusia, en agradecimiento a un país que me dio lo que no me dio el mío», afirma Marga. Cuando llegó la primera vez, su hijo les preguntó si se iban a quedar con Sasha y devolverle a él. Sasha le hablaba en ruso y Sergio le respondía en castellano. Ahora son uña y carne.

Y es que es más fácil que los niños se entiendan que los adultos. La decisión de Moscú de suspender las adopciones por familias de EE.UU. en respuesta a un incidente diplomático es inconcebible para los padres de Sergio y para las más de 160 familias gallegas que han adoptado un menor ruso desde el 2001. «Que un país con ese ejército y que tiene los niños como los tiene (el Gobierno de Putin destina 0,27 céntimos por niño y día a cada orfanato) se permita hacer política con esto es obsceno. ¡Haz política con los Juegos Olímpicos!», exclama Raúl.

El padre de Sergio, licenciado en Geografía e Historia, explica que la mentalidad rusa es muy nacionalista. «Son un pueblo orgulloso de su historia, de ser una superpotencia. En las grandes ciudades encuentras fácilmente gente que habla el español, porque ahora muchos veranean en la Costa del Sol, y desde luego tienen más simpatía por nosotros que por los anglosajones». Sin embargo, el concepto de familia es muy distinto: «En Rusia hay muchas familias desestructuradas, muchos divorcios, padres que se separan y luego no visitan a sus hijos. Un adolescente se va con 17 o 18 años a estudiar a Moscú o San Petersburgo y se desvincula de la familia».

Rusia aspira a cerrar todos su orfanatos en el plazo de cinco o siete años. «Ojalá no haga falta que ninguna familia extranjera tenga que ir a adoptar a Rusia, Vietnam, Perú, Nepal o la India. Ojalá nunca hubiera un niño desprotegido. Pero eso es una realidad virtual», concluye el padre de Sergio.

Fuente: La Voz de Galicia

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