Adoptado

adoptado

Un día de primavera, cuando cursaba el primer año de la escuela primaria, mi madre regresó del hospital con una nueva integrante de la familia. Luego de cuatro varones en fila, la primera mujer del clan había hecho su arribo. A las semanas, le brotaron unos bucles dorados y su piel comenzó a tomar un tono níveo, casi transparente. Tenía, pues, una hermana güera.

No sé en qué momento, el aluvión de interrogantes que me cargaba desde años atrás, hicieron, por fin, colisión en mi interior. Como buen observador, tomé nota de que todos en mi hogar eran blancos, menos yo. Mi aspecto era tan diferente, que cuando recibíamos visitas, ellas se dirigían a mí, como “el morenito”. Cuando nos invitaban a alguna tertulia, los anfitriones saludaban a mis hermanos con gesto uniforme; conmigo, se detenían y me miraban, como diciendo: ¿Dónde están tus padres, niño?  Referirme al bullying medio “light”al que fui sometido, hoy me hace sonreír, pero en su momento, hacía que me hirviera la sangre. Los sobrenombres me duraban una semana, porque mis hermanos siempre encontraban un apelativo que superaba al anterior. Pese a ello, me llamaba poderosamente la atención que la gente que llegaba a la casa, siempre me recordaba por ser “distinto”. Cualquiera podría pensar que me sentía satisfecho por lograr tal posicionamiento en la mente de las personas, pero no era así. A esa edad, uno está en todo y comienza a desarrollar el concepto de “sospechosísmo”, acuñado por el político Santiago Creel en uno de sus momentos de desvarío.

En mis tiempos, la adopción estaba perniciosamente estigmatizada. Era un acto de compasión y de caridad que aislaba física, social y psicológicamente al individuo. Hoy, con un avance significativo, la óptica ha cambiado y se percibe como la experiencia invaluable de poder disfrutar de un hijo y de unos padres. Todos sabemos que no basta el desearlo o el poseer los recursos materiales, sino la asimilación cabal de las responsabilidades que conlleva el proceso.

Afortunadamente hoy los padres son instruidos al inicio de la adopción, para internalizar todas las consecuencias y secuelas, positivas y negativas, que deberán enfrentarse. El ser admitido y aceptado en el seno de una familia es algo que resulta impactante en la vida de todos sus miembros. Ser adoptado, es un status que no tiene por qué esconderse o soslayarse, mucho menos un motivo para avergonzarse.

Pues bien, yo me preguntaba compulsivamente las mismas cosas: ¿Por qué mis hermanos eran blancos y yo no? ¿Acaso el colorante cromosómico de mis padres tenía caducidad o, por el contrario, estaba más espeso?  ¿Había llegado en una cesta como Moisés?

Años después, mis amiguitos escolares, Juan Morán y Roberto Calderón, reconocido dueto sabelotodo del quinto de primaria, luego de escuchar mis inquietudes, dejaron las bromas por un lado, se rascaron el mentón y enseguida la mollera.

– No hay duda- Dijo Morán, con solemnidad.
– ¿De qué?- Le expresé, interesado.

Mi compañero se llevó las manos a la cadera y bufó:
– Eres adoptado.
– ¿Adoptado? ¿Qué es eso?- Le cuestioné directamente.

El obeso Calderón, mordió su pulpa de tamarindo para cobrar entereza e intervino, poniéndole énfasis a sus palabras:
– Quiere decir que tus papás no son tus papás. Y que los chicos a los que les llamas hermanos, no son tus hermanos. Tenemos que resolver cómo llegaste y de dónde vienes. Y no te aflijas: “Tu secreto, está en buenas manos”.

Con el tacto de un chivo en cristalería, Morán sacó un escrito y leyó un poco, abasteciendo el combustible para mi hoguera:
-Mi papá dice que ser adoptado es terrible, porque se sufren muchos maltratos y traumas. No entendí lo de “traumas”.

La espada era lo último y Calderón la blandió con decisión:
-Debes buscar fotos y papeles para estar seguro. Dicen que se heredan cosas como la nariz y la estatura. ¿De qué color son los ojos de tu mamá?
-Pardos, casi azules- Contesté en automático.
-Ajá, y los tuyos, negros como carbones – Apuntó Morán, viendo con complicidad al otro experto.
-Las evidencias lo demuestran: Eres adoptado- Repitieron casi a coro.

Dejé caer mi emparedado al suelo sin darme cuenta. La lógica de mis amigos era inobjetable. Jamás se equivocaban. No habían errado al afirmar que la maestra de español era novia del bibliotecario. Tampoco al sentenciar que un helado duraba más cuando se consumía a solas. Eran brillantes. Para mí, eran como el Oráculo de Delfos.

Para darle a conocer la verdad, es menester que los padres adoptivos conozcan a su pequeño, tanto intelectual como emocionalmente, porque de esta manera anticiparán y comprenderán su reacción.

Adoptar nace de la necesidad de ser padres y prodigar amor y solidaridad, pero es preciso contar con la información suficiente.  Cuando hablamos de un adolescente recibido por una familia, debemos aceptar que se presentarán crisis que pongan a prueba el proceso de internalización de las figuras paternas. La rebeldía, la frustración, la tristeza, la agresión y hasta la obsesión por conocer sus orígenes, son reflejo de su búsqueda de identidad. Se aconseja la creación de vínculos sólidos, basados en  la empatía, para sobrellevar estos periodos que suelen ser tan desesperantes para todos.

Procedí a realizar investigaciones por mi cuenta. De súbito, una tarde me vi examinando el álbum familiar. Nada estaba fuera de lugar. Había fotos de mi bautizo y de mi primer cumpleaños. Hasta de la cuna que usé antes de convertirme en peatón. El acta de nacimiento y la fe de bautismo no estaban alteradas. No eran pergaminos cachirules. Luego del análisis documental, decidí que había llegado el momento de confrontar, dispuesto a recibir en pleno rostro toda la verdad, por más cruda o verde que fuera. A falta de la mítica pipa del Dr. Watson, el inseparable socio de Sherlock Holmes, mordí un lápiz y, con paso calculado  e inquisidor, me acerqué a mis papás mientras veían el noticiario. Había formulado una pregunta con jiribilla, que a cualquiera haría caer en contradicciones. Aspiré hondo y la solté:

-¿Qué hacían aquella tarde de junio en la que yo iba a nacer?

Mi padre, sin mirarme- cosa que desató mi suspicacia-, habló:
-Esperándote.

-Y, ¿cómo estuvo mi nacimiento?
El viejo dejó de ver la televisión y me aseveró:
-Pues aparte de pesar más que tus hermanos y nacer en el día más caluroso que ha tenido Mexicali, todo normal.

Era una coartada casi perfecta. Volví a la carga:
-¿Soy adoptado?

Cruzó los brazos y sacó la lengua, enrollada como un tubo. Luego dijo:
-¿Puedes hacer esto?
-Por supuesto- Contesté y mostré la habilidad.
-Entonces, no lo eres.

Luego de décadas, la ciencia ha demostrado que enrollar la lengua como cilindro, no es necesariamente un factor de peso en la genética familiar. Jamás volví a inquietarme, jamás indagué y jamás me volvió a ocupar. De hecho, no me afectaría saber que fui adoptado.

Tuve a dos seres que me prodigaron amor, y eso, créanme, siempre fue suficiente.

Por Mario Peña Dodero

Fuente: Periódico AM http://www.am.com.mx

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