Familias de acogida profesionalizadas

Manos

Para Magdalena María y José Antonio González el acogimiento de menores es un «proyecto de vida«. A él llevan entregados desde hace diez años y no dudaron un instante en cambiar su lugar de residencia de Madrid a Aizarnazabal (Guipúzcoa) para formar parte del programa de acogimiento profesionalizado que la Diputación implantó hace tres años. El último Plan de Infancia aprobado por el Gobierno incluye la disposición de impulsar esta figura a nivel estatal y ya hay CCAA como Madrid que estudia la posibilidad de pagar una retribución mensual por el cuidado de menores con dificultades especiales para ser acogidos.

José Antonio, educador social, fue una de las12 personas seleccionadas por la Administración guipuzcoana para acoger a dos menores en esas circunstancias: Jorge (nombre ficticio), de 8 años, sufre un retraso motriz y cognitivo y Rosana (nombre ficticio), de tres, autismo. Él es la persona de referente, pero en realidad la suya es una labor de equipo. Ambos son autónomos aunque ella no trabaja para poder ocuparse también de los pequeños. Reciben unos 2.800 euros en bruto al mes más 1200 euros en ayudas por manutención.

Magdalena ha visto las secuelas del abandono en uno de sus hijos, un niño indio que llegó a sus brazos con 16 meses. «Que nadie te atienda cuando eres bebé, que nadie responda a tu llanto, eso se queda de por vida. Las familias estamos paliando eso. Siempre tiene una misma voz que le canta o le habla y eso es fundamental», asegura. Y esto se hace aún más necesario si cabe en el caso de menores como Rosana.

La pequeña, cuya madre biológica es discapacitada, recibe en casa una atención y una entrega completa. «Nosotros trabajamos con ella las 24 horas y eso se nota muchísimo. Una familia normal no podría porque tiene que salir a trabajar», explica. Jorge pasó cuatro años en un piso de acogida pero fueron ellos los que, en coordinación siempre con la Administración, le llevaron al neurólogo por primera vez.

Esta pareja vive con intensidad el presente, mientras los que les observan desde fuera no hacen sino preguntarles por el futuro. «¿Y cuando te los quiten?», suelen escuchar entre los vecinos. «No sé si va a volver dentro de un año, dentro de dos o no vuelve nunca porque su familia no mejora. Pero los hijos no tienen porque quedarse, de hecho no se queda ninguno, se van a los 18 o algunos a los 30», explica entre risas. Su relación con estos pequeños responde a otra «manera de hacer las cosas, de sufrir, de alegrarte, a otra manera de sentir». «Los niños tienen que salir. Es un derecho que tienen, si su familia no les puede atender, tienen el derecho a tener otra». Y a conocer un nuevo «modelo de familia», dice mientras recuerda con pesar lo que le contaba hace tiempo uno de los menores que acogieron: «‘Mi padre nos daba palos con un bate de béisbol, un día me hizo puntos y todo. ¿Aquí no jugáis a dar palos?’ Y él lo contaba como algo bonito».

Controles rigurosos

La labor de los acogedores profesionalizados está sometida a un riguroso control para evitar que se desvirtúe convirtiéndose en algo meramente lucrativo. Los menores llegan a sus hogares con una «hoja de ruta» determinada en función de sus necesidades. Los educadores no pueden tomar decisiones que afecten al niño de forma unilateral -como contratar a alguien para que le cuide o llevarlo al psicólogo- y hay una supervisión constante a través de reuniones de equipo semanales para garantizar el bienestar del pequeño.

«Yo cobro por hacer un trabajo, por mi tiempo, no por ser madre. El sufrimiento, las noches sin dormir… eso nadie me lo paga. No tenemos vacaciones ni descansamos nunca». Pero a Magdalena no le falta fuerza ni convicción en su tarea. «Hay que moverse, igual nos equivocamos pero si no hacemos nada no se va a solucionar», lanza a modo de llamamiento a otras personas.

Pero no desde todos los ámbitos se aprueba la profesionalización del acogimiento. Desde la Asociación de Acogedores de Menores de Madrid lo ven con cierto recelo porque entiende que esta labor pasa a convertirse en una «fuente de ingresos» y se pierde el carácter «altruista». Aunque sí demandan más ayudas de la Administración. «No queremos ni recibir 3.000 euros que es lo que le cuesta a la Administración tener a un niño en una residencia, ni los 2.000 euros al año que es lo que recibe en la Comunidad de Madrid y que puede desaparecer en cualquier momento. Ni un extremo ni otro, ni que sea una actividad remunerada ni tampoco campear solos», resume María Arauz de Robles, su presidenta.

«¿Acogimiento profesionalizado? Sí, pero…¿ a qué nos estamos refiriendo? , se pregunta Teresa Díaz Tártalo, vicepresidenta de Familias para la Acogida. «Si es que acoja gente que no tiene auténtica vocación y que no le mueve una gratuidad, no, pero en el País Vasco son personas vocacionales a las que la Administración les reconoce competencia profesional. Esas familias merecen un pago económico y nunca será suficiente». «No hay oro que pague lo que hacen. Crían a un hijo como si fuera suyo aunque se tengan que ir mañana». Profesionalizadas o no.

Fuente: El Mundo

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