Retrato de una familia fuera de lo común

FOTO ARNALDO PAMPILLON.-  CHICOS ADOPTADOS.-

«El juez de Menores de Mercedes nos pide que ubiquemos una familia para un bebé terminal de sida, de 15 meses, desnutrido grave, que tenía una ceguera producto de una lesión ocular con un cigarrillo y otras quemaduras en el cuerpo. Pero el sida tiene una marca que asusta. Nadie quiso adoptarlo.» Raúl Morello (45) es secretario de Salud de la localidad bonaerense de Moreno. Aquel bebé moribundo hoy tiene dos años y medio, se llama Agustín y derrocha alegría en su nuevo hogar. Pero Agustín no fue el primer chiquito en riesgo de morir que adoptó el matrimonio de Raúl y Ana María Wenk (43). Ni siquiera el único vih positivo. Antes que él llegó Lautaro, quien se negativizó a los 15 meses. Y las gemelas –una de ellas también con el virus– que tampoco nadie quería adoptar. Y Tomás, que era desnutrido grave, sufrió una asepsia apenas nació y quedó abandonado en un hospital. Hoy los Morello –ambos pediatras– tienen siete hijos: una sola, la segunda, lleva sus genes.

«Agustín nos cambió la vida. Su incierto porvenir nos recuerda que lo importante es el presente, que lo que vemos y recibimos hoy puede no ser mañana», dice Raúl.

Más que el deseo de tener hijos, fue la necesidad de los chicos de encontrar una familia lo que movió a Raúl y a Ana María a ir agregando paulatinamente una cama más en su chalet del barrio El Porvenir, a cinco cuadras de la estación de La Reja, partido de Moreno. En una oportunidad tuvieron que conseguir tres cunas casi al mismo tiempo.

La pareja se conoció en la década del setenta cuando Raúl soñaba con ser cura y vivía en una comunidad religiosa encabezada por el padre tercermundista Pepe Piquillén. El tenía 20 y ella, que quería ser monja, 18. «Pepe nos enseñó que no había mejor servicio que el prestado a quien esté necesitado, destruido, olvidado. Y eso a nosotros nos impactó mucho», cuenta Raúl, mientras Camila, una de las gemelas, de 5 años, le pide «upita». Raúl la acurruca en su falda. Al lado, alrededor de la mesa del comedor, Juliana, la otra gemela, y María Eva, de 15, la única hija biológica del matrimonio, se entretienen con un mazo de naipes, y Agustín y Lautaro, también de 5, hacen que juegan al ajedrez. Afuera, en el jardín, Juan Sebastián, de 18 –el mayor de los hijos–, arregla su bici.

Raúl sigue contando. Su voz transmite paz. «A mí me tocó en suerte conocer la tortura durante la (última) dictadura militar. Me detuvieron por mi trabajo pastoral en los barrios y estuve desaparecido. Por haber vivido esa experiencia de tortura y soledad, sabemos lo que es estar solos, castigados, como la mayoría de nuestros hijos. Por eso no decimos que no cuando algún chico necesita una familia», afirma Raúl.

¿Lo llevamos a casa?

Es paradójico: sólo una vez los Morello buscaron adoptar; los demás chicos les llegaron. A partir del casamiento, 23 años atrás, intentaron sin suerte concebir un hijo propio «todos los años, todos los meses, todos los días», recuerda Ana María. Por ese entonces, los dos trabajaban de docentes mientras estudiaban Medicina en la UBA. Habían pasado tres años sin lograr el ansiado embarazo. Una hermana de Ana María, que es religiosa en el Chaco, les ofreció adoptar dos hermanitos de 4 y 7 años. «De no ser papás a serlo de golpe y de dos chiquitos grandes nos pareció que no era una buena idea», recuerda Raúl.

Pero la idea de la adopción se instaló en sus cabezas y se inscribieron en un juzgado de menores. Nueve meses después llegó Juan Sebastián. «Tenía seis días cuando nos lo dieron», dice Ana María.

Al final, los médicos lograron determinar el origen de la infertilidad de la pareja. «El tratamiento que teníamos que hacer era recontracaro y no podíamos pagarlo. Lo curioso fue que poco después, sin ningún tratamiento quedé embarazada», apunta la pediatra. Así fue como nació María Eva.

Cinco años después Raúl y su esposa ya estaban recibidos de médicos y trabajan en el Hospital de Moreno. «Un día vino Ana María a la guardia y me pidió que fuera a ver la cuna número 6. Pensé que era para hacer algún diagnóstico y ella me dijo: `Va a ser dado en adopción ¿lo llevamos a casa?’.» Aquel bebé prematuro y desnutrido grave hoy tiene 10 años y se llama Tomás. «Se había pescado una asepsia apenas nació y después de dos meses de internación no se lograba recuperar. Los papás no podían hacerse cargo de él. Iba a pasar a un juez de menores. Yo ya había visto en ese último tiempo que varios chiquitos que habían sido dejados y estaban graves, cuando salían medianamente a flote, pasaban al juez y después a un instituto hasta que el tramiterío permitía que volvieran con su familia biológica o con otra sustituta. Pero lamentablemente había visto dos o tres bebés que habían muerto en medio de ese proceso», recuerda Ana María, que hoy sigue trabajando en el mismo hospital en el área de pediatría, asistiendo a los chiquitos con sida.

¡Llévenselas!

Asustados por la hiperinflación del ’89, los Morello partieron con sus tres críos al sur y se instalaron en el hospital rural de Lago Puelo, provincia de Chubut, donde desarrollaron durante un año y medio un programa de salud para los pobladores del lugar.

De vuelta en Moreno se contactaron con el Hogar Esperanza, una institución que da albergue transitorio a madres con necesidades y a sus hijos, y se convirtieron en los médicos del lugar. «Un día el secretario del juez de menores, con el que siempre teníamos contacto para poder llevar chicos al hogar, nos informa que estaba buscando una pareja para adoptar un par de gemelas, una de las cuales tenía sida. Tardamos un minuto en decidir que la familia para ellas era la nuestra», cuenta Raúl.

Pero al consultar la decisión con el resto de la familia, el matrimonio se encontró con un escollo: «En ese momento el sida en un bebé significaba una vida corta. Los chicos nos plantearon que aceptaban adoptarlas si los análisis que había que repetirles daban negativo: no les daba el cuerpo para encariñarse con las dos y después perder a una», señala Ana María. «Le explicamos esto al juez y de todos modos nos mandó a La Plata, donde estaban internadas (en la Casa Cuna) para que fuéramos a verlas. Los resultados habían dado negativo. `¡Llévenselas, llévenselas!’, nos decía la pediatra, pero nosotros teníamos sólo una orden de visita, según decía el oficio del juzgado. Se comunicaron con el juez y nos dieron el sí. Compramos pañales y una mamadera a cada una y nos las trajimos a casa», recuerda Raúl. Y manda a los chicos al living a ver Teve Quality en el Canal 60. Cada tanto vuelve Agustín, le pide «upita» y se acomoda en su falda.

Los «trilli»

Recibir dos bebés al mismo tiempo fue toda una experiencia -–recuerdan–, sobre todo porque a los poquitos días Juliana sufrió una vasculitis (se rompen fácilmente los vasos sanguíneos) y tuvieron que internarla en el hospital por varios días. «Como no nos alcanzaba andar de a dos … –bromea Ana María-— llegó Lautaro.»

En el Hogar Esperanza había nacido el primer bebé vih positivo de una madre portadora. «Como la mamá lo había dejado le planteamos al juez de menores de Quilmes –que tenía al bebé a su cargo– que el hogar no era el lugar más indicado para ese chiquito porque si se enfermaba otro bebé la infección se desparramaba y se podía contagiar. Ahí iba a tener muy pocas chances de sobrevivir. En el juzgado nos dijeron que si lo queríamos adoptar nos teníamos que inscribir en una lista de espera. Pero nuestra intención no era ésa, simplemente queríamos informarles que estaba en riesgo. A los 15 días nos informa el juez que nos lo podíamos llevar, que ya habían hecho los trámites y no pudimos negarle un lugar en nuestra casa», precisa Raúl.

Al mes Lautaro sufre un herpes zoster y los Morello tuvieron que experimentar una de las primeras internaciones domiciliarias que hizo el Hospital Garrahan para chicos vih. El niño superó el cuadro y a los 15 meses de vida les dio la alegría de superar definitivamente la enfermedad al negativizarse. Lautaro es un mes mayor que las gemelas. A pesar de sus rasgos diferentes -–ellas ojos aindiados, él, bien redondos—- para todos los que los conocen los tres hermanos son los «trilli».

Raúl y Ana María pensaron que había llegado el momento de cerrar el libro de pases. Ya el living de la casa se había convertido en el dormitorio matrimonial y la casa había ido agrandándose al ritmo de la familia. Por entonces habían conformado un Grupo de Padres Adoptantes, en Moreno, para intercambiar experiencias. «Un día el juez de menores de Mercedes nos dice si podíamos ubicar en el grupo una familia para un bebé terminal con sida, de 15 meses, que tenía una ceguera producto de una lesión ocular con un cigarrillo y con quemadura en otras partes del cuerpo. Era un desnutrido grave, hijo de una adolescente adicta que le pasó el virus. Hicimos la red buscando alguna familia pero el sida tiene una marca que asusta y nadie quiso adoptarlo», indica Ana María.

Es fácil imaginar cómo sigue la historia. Ese bebé que estaba moribundo es Agustín. «Está en tratamiento -–agrega la madre–. La razón por la que lo trajimos con nosotros fue porque decidimos todos que por el tiempo que Dios quiera que viva queremos que sea feliz en una familia.»

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Reconstruir la historia
Por M.C.

«Ellos siempre mamaron que eran nuestros hijos pero que habían estado en la panza de otra mamá», explica Ana María Wenk. En la última Semana Santa, la familia viajó al Chaco para tratar de reconstruir la historia de Juan Sebastián, el mayor de los siete hijos, a quien adoptaron hace 18 años en esa provincia. «Fuimos a Resistencia a tratar de ubicar la tumba de su madre para que tenga una imagen al menos de dónde está. Visitamos el hospital donde nació y nosotros lo encontramos», cuenta Raúl Morello. «Lamentablemente no pudimos encontrar la tumba pero estamos esperando que nos ubiquen el lugar preciso», agregó Ana María. El matrimonio se enteró de la muerte de la madre de Juanse hace cinco años. «Tratamos de averiguar su historia porque sabíamos que algún día nos iba a pedir explicaciones», dice el secretario de Salud de Moreno.

Lautaro (5) es el único que conoce a su madre. «Ella venía cada tanto a verlo hasta que consideramos que no le hacía bien a él y le pedimos que no viniera más», agrega Raúl. El viaje a Chaco despertó la curiosidad de los otros niños. Juliana y Camilia, las «geme», quisieron saber sobre su papá y su mamá y por qué las habían abandonado. «Por supuesto, este tipo de preguntas te paralizan un poco. ¿Qué les respondí? Tragué saliva y les dije lo mejor que me salió en ese momento: que no podían estar con ellas y que nosotros somos felices de ser sus papás.»

Raúl y Ana María se convencieron de que lo mejor para los niños era decirles la verdad sobre su origen, al poco tiempo de tener a María Eva, su única hija biológica: «Eramos docentes y una alumna adolescente entró en crisis por descubrir que era adoptada. En ese momento nos dijimos que nunca íbamos a permitir que nuestros hijos vivieran una situación semejante», recuerda la pediatra.

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Una manera de ser feliz
Por M.C.

«En la vida hay inversiones de distinta naturaleza: algunos se dedican a hacer plata, tener campos o criar animales. Cada uno ha descubierto la manera de ser feliz. Nosotros descubrimos, sin quererlo, que ésta es la nuestra», trata de explicar Raúl Morello, secretario de Salud del partido de Moreno, por qué conformaron esta familia tan singular.

Cuando se planteó la posibilidad de adoptar a las gemelas, una de las cuales había nacido vih positiva, los otros chicos rechazaron la idea por el temor a encariñarse con las dos y después tener que llorar la pérdida de una (ver nota central). Con Lautaro, quien también tenía el virus del sida, la familia cambió de actitud. «Pensamos lo mismo que ahora con Agustín: que mientras viva sea feliz con una familia. En realidad, cuando vino Lautaro a casa ni siquiera sabíamos si lo íbamos a adoptar. En ese momento queríamos darle un hogar más estable porque en el hogar de tránsito en el que estaba corría riesgos su vida. (Lautaro finalmente se negativizó.) Esa era la idea original. Creo que nos marcó a tal punto que los primeros que dijeron que sí para que viniera Agustín fueron los dos chicos más grandes», relata Ana María.

La llegada de Agustín a la casa –dicen– les cambió la vida. «El nos enseña a cada momento que lo importante es el presente», apunta Raúl.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar

 

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