
Donde surgió la idea
«Siempre hay un poco de locura en el amor, aun cuando también hay un poco de razón en la locura». Siempre me gustó esta frase del filósofo Friedrich Nietzsche. Y nunca he encontrado mejor oportunidad para citarla que ésta, porque los acontecimientos que han dado lugar a este texto no hubieran ocurrido sin una buena dosis de locura y tampoco sin el amor en grandes proporciones. Amor y locura, ingredientes imprescindibles para adoptar un hijo, una de las experiencias más intensas –por enternecedora y emocionante –que se puede vivir. Pero dejémonos de cursilerías y comencemos por el principio.
Me llamo José Manuel, y soy el segundo de cinco hermanos varones. Cuando Tere, mi mujer, y yo nos embarcamos en la aventura de la adopción, todos los hermanos estábamos ya casados y con hijos, proporcionándoles a mis padres un total de 9 nietos, todos también varones, siendo dos de ellos hijos biológicos míos (bueno, y de Tere, sin cuya inestimable colaboración, y gracias al trabajo en equipo, no habría sido posible traerlos al mundo). Desde el punto de vista probabilístico existe una posibilidad entre aproximadamente dieciséis mil trescientas ochenta y cuatro de que se dé circunstancia tan masculina, pero este dato matemático es intrascendente porque, lo realmente importante es que la presencia de tanto varón en la familia me provocaba un deseo casi obsesivo de ser padre de una niña.
No estoy seguro de que ese invariable deseo de tener una hija fuera el principal motivo de recurrir a la adopción para conseguirla, ya que en el largo y complicado proceso de adopción no se permite elegir el sexo de la criatura. De lo que sí estoy seguro es del instante en que tomé la decisión, o mejor dicho, del momento en el que puse en conocimiento de mi mujer mí deseo de adoptar.
Ella no se lo esperaba, nunca se imaginó que mi cabeza pudiera albergar semejante idea –sobre todo teniendo ya dos hijos biológicos y mayores –y menos aún que yo fuera capaz de proponérselo seriamente. Aunque la intención de recurrir a esta vía para tener una hija hacía años que rondaba por mi mente, jamás se lo dije a nadie –ni siquiera a mi mujer –por miedo a que me tacharan de loco. Y no me equivocaba, porque cuando le propuse a Tere mi idea de iniciar los trámites, primero se lo tomó a broma, y cuando insistí, me dijo con la sensatez que la caracteriza que estaba rematadamente loco, lo cual me alegró, porque ratificaba mi magnífica salud mental ya que yo estaba de acuerdo con ella puesto que también consideraba una locura semejante ocurrencia. Pero el hecho de que fuera una idea insensata alentaba aun más mi propósito.
Recuerdo que estábamos los cuatro, la familia al completo, comiendo en un restaurante al que vamos con asiduidad cuando, en una mesa cercana vi a una pareja acompañada por una preciosísima niña pequeña (el superlativo es imprescindible) que genéticamente parecía no encajar en el grupo familiar salvo posible efecto de algún carácter hereditario recesivo. Como he dicho, y quiero repetir, la niña era una auténtica preciosidad, y mientras los padres la ayudaban a comer porque aun no dominaba el difícil arte de manejar los cubiertos, yo la miraba de soslayo intentando que no se dieran cuenta de que mis ojos no podían apartarse de ella. Su color de ébano, su pelo largo y rizado, y sus ojos de carbón contrastaban respectivamente con la palidez de la mujer, con la alopecia del hombre y con las gafas de ambos. Puse mi cerebro a funcionar a pleno rendimiento y antes de llegar a los postres ya había deducido que podía tratarse de una hija adoptada.
Fue en esos momentos cuando se me ocurrió que podía materializar mi idea tanto tiempo contenida, y entonces, con una total y absoluta falta de cordura y sin el menor tacto, le dije a mi mujer así, sin más preámbulos:
—Tere, ¿adoptamos a una niña? —.
Creo que ni me escuchó.
— ¿No te gustaría tener una niña como aquella? —insistí.
Con la misma falta de delicadeza que yo apliqué, y sin más sutilezas, mi mujer puso en duda mi estado mental.
—Tú estás chalao—me respondió.
Claro que yo tampoco hice demasiado caso de sus palabras.
Pablo y Carlos, nuestros hijos, que a la sazón tenían 17 y 12 años respectivamente, estuvieron encantados con la idea desde el principio y me apoyaron incondicionalmente. Pero Tere, que por su condición de mujer y de madre es mucho más racional que los tres hombres de la familia juntos, no se tomó en serio la conversación en ningún momento. Así que no insistí más en el asunto. Al menos por el momento; ya tendríamos tiempo de hablar sobre el tema un poco más adelante. Lo importante era que la propuesta ya estaba lanzada.
Pensativo acabé el postre, pedí la cuenta, supongo que la pagué, salimos del restaurante, subí al coche y conduje hasta casa, todo ello sin dejar de meditar en la posibilidad de adoptar una niña como la que acababa de ver. Mi mujer iba al lado, en silencio, nunca supe si pensaba en la breve conversación que habíamos mantenido, en su próximo examen de Historia o en los azulejos que quería poner en la cocina cuando hiciéramos la obra de reforma que ahora, cinco años más tarde y para disfrute de nuestra hija adoptada, por fin estamos realizando.
Al día siguiente, en casa, retomé la conversación del restaurante y le dije a Tere que lo que le propuse el día antes iba en serio. Volvió a sospechar del estado de mi cerebro, pero al menos se dio cuenta de que mi propuesta no era una broma.
Aquella misma tarde vino a casa María Jesús, mi cuñada y vecina, y a pesar de ambas cosas, amiga. Casualmente María Jesús es Diplomada en Trabajo Social y en aquel entonces trabajaba en una oficina de asuntos sociales de la Administración, y sus tareas estaban relacionadas precisamente con las adopciones, por lo que estaba especialmente sensibilizada con los problemas de los niños sin padres, por eso pensé que ella podría ser un buen apoyo para mi causa. Tere le habló a su hermana de mi descabellada idea, y aunque la conversación no se desarrolló como yo esperaba, el resultado no pudo ser mejor.
Estábamos en la cocina y Tere le dijo a su hermana:
—María, no puedes imaginarte la majadería que se le ha ocurrido ahora a tu cuñado —le contaba así como quien no quiere la cosa.
María Jesús no se inmutó porque ya está acostumbrada a mis peregrinas ideas, y siguió escuchando.
— ¿Pues no se le ha ocurrido decirme que adoptemos a una niña? —continuó explicando Tere a sabiendas de que contaría con el absoluto apoyo de su hermana.
Yo albergaba la esperanza de que mi cuñada se pusiera de mi parte, esperaba que tras la sorpresa de la noticia nos animara a iniciar el procedimiento y nos diera algunos consejos desde su experiencia profesional en estos asuntos. Pero su respuesta fue otra muy diferente, y la manifestó rápida y contundentemente.
—Tu marido está chalao—dijo con la misma poca delicadeza que utilizó su hermana en el restaurante.
Parecía confirmarse la grave dolencia que padecían mi cerebro, mi cerebelo y todo mi sistema neuronal. Afortunadamente mi corazón parecía estar lo suficientemente sano y con la inmutable intención de seguir adelante.
Pese a estar ambas hermanas de acuerdo, tan bruscas palabras ejercieron en Tere el efecto contrario al esperado. Creo que la categórica respuesta de María Jesús hizo que a partir de ese momento mi mujer se pusiera automática e incondicionalmente de mi parte. Todavía no he agradecido lo suficiente a mi cuñada sus oportunas palabras.
Al día siguiente nos dirigimos al Servicio de Protección de Menores para informarnos sobre los trámites a seguir para iniciar un expediente de adopción internacional. Nos informaron del procedimiento y también nos dijeron que a la siguiente semana se celebraba una nueva edición de los cursillos de preadopción, a los que teníamos que asistir ineludiblemente. Nos inscribimos de inmediato.
Y ahora que lo analizo desde la distancia me doy cuenta de lo inconscientes que fuimos y de lo increíblemente rápido que sucedió todo, porque ni siquiera transcurrió una semana desde que empezamos a hablar por vez primera de adopción hasta que iniciamos las diligencias.
Salvo a nuestros hijos y a María Jesús, que ya estaban implicados en la “trama”, decidimos que por el momento no le diríamos a nadie nada sobre nuestra iniciativa por aumentar la familia recurriendo a la vía de la adopción, ya que el procedimiento era largo y no teníamos las garantías absolutas de éxito. Sería nuestro gran secreto,… aunque por muy poco tiempo. Transcurrieron pocos días hasta que ocurrió algo inesperado que hizo que más miembros de nuestras extensas familias se fueran enterando de la inesperada noticia.