Cuando un hijo se va – Reflexiones sobre el acogimiento vacacional

Tenía unos ojos del color del atardecer en su tierra. Un negro tornasolado, que recordaba a una hermosa piedra lapislázuli. Miraba como miran los niños sin adulterar. Cuando aun pueden sorprenderse. Como un explorador ante El Dorado. Atrapando los detalles, intentando descifrar las pistas. Acababa de llegar a Bilbao y no se soltaba de la mano de Josetxu. Hacía tiempo que nada sabía de él.

En lo que tardamos en tomar el café, me contó que se había casado con una maestra, que había colaborado con médicos sin fronteras y que había estado en el Sáhara. Tierra de un pueblo sin hueco ni color en el mapa oficial del planeta. Los saharauis. Aquella visita de la niña fue la primera de muchas. Siempre en verano y siempre con ellos. No era fácil. Pero la pareja era tan constante como insistente. Con el tiempo, les perdí la pista. Hasta que, hace unos años, volvimos a coincidir. La niña ya no estaba. Creció y dejó de visitarles. Era el precio de la edad y las normas. Tocaba recibir a otras generaciones y contemplar a otros ojos. Y en eso estaban. Esperando en Loiu a una nueva niña. La que compartiría con ellos verano y momentos. Pienso en ellos hoy. A cuatro días de cerrar el estío.

Euskadi ha acogido, desde hace décadas, a miles de niñas y a otros tantos niños. Llegan en verano y de todas partes. Sobre todo, desde el Sur y desde el Este. Niños procedentes de orfanatos y familias desfavorecidas de Rusia aterrizaban en Junio para ser acogidos. En este caso, a través de la asociación Bikarte. Procedían de Briansk, una región afectada por la contaminación nuclear, y de dos territorios, Nizhnevartousk y Krasnoyarsk, con un clima extremo y unas condiciones más difíciles que su pronunciación. La mayor parte se quedó en Vizcaya. 34. El resto se repartió entre Guipúzcoa -18- y Álava -13-. Pero no fueron los únicos. La asociación Chernobileko Umeak ha traído este verano a 109 menores. El requisito de selección de los niños era que proviniesen de familias sin recursos. A ellos hay que sumarles los 246 que han pasado el verano en Euskadi a través de la asociación Chernobil Elkartea. Y así suma y sigue. Asociaciones, voluntarios y familias en pro de un hermoso objetivo.

Pero no es fácil. Para empezar, están los trámites. En septiembre y octubre comienzan los preparativos para el siguiente año. Porque los trámites burocráticos son largos. Después está la adaptación. Los niños, niños son. Con sus alegrías y tristezas. Arrebatos y pataletas. Nadie dijo que fuera fácil. Aproximadamente al quinto año de acogimiento se puede decir que una familia tiene tablas. Luego está el tema económico. Lo de las subvenciones resulta complicado. Y, seamos sinceros, sale un dinero.

Por eso y por todo me impresionan los paisanos y paisanas que abren sus puertas a niños desconocidos. Sobre todo, porque se les rompe el alma al verlos marchar. Regresan a casa y allí también son felices. Mucho además. Pero, de alguna manera, de todas en realidad, sienten que son sus hijos. De ahí la pena. La suya y la de las propias criaturas. Recibir cariño gusta aquí, en el Sáhara y en Rusia. Y tocar el cielo, cuando la tierra es dura, supone mucho para ellos. Hay quien dice que puede ser negativo para los menores. O, aun peor, que es un capricho de familias acomodadas que quieren “quedar bien” o “limpiar su conciencia”. Quienes esto afirman suelen ser aprendices de psicólogo y tocapelotas de vocación. Porque ellos, y ellas, nunca harán nada. Ahora, criticar…

JON URIARTE. El Correo
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