Autoridad responsable

La convivencia familiar solo puede funcionar si existen reglas acatadas por todos. Estas reglas las establecen los padres y son ellos quienes tiene la ultima palabra, pero sin caer en el autoritarismo.

Lo admitimos: la palabra «disciplina» suena a cuartel y a duchas frías a las seis de la mañana. De ninguna manera deseamos educar a nuestros hijos así. Queremos pasarlo bien con ellos, ser tolerantes, hacerlos felices…

Sin embargo, si consultamos el diccionario veremos que «disciplina» es simplemente aquello que el maestro transmite al discípulo: el saber, el buen comportamiento, las reglas de la convivencia…

Mirándolo así, tenemos que admitir que la disciplina es necesaria y que sin ella nuestros hijos crecerían como pequeños salvajes. Pero ojo con confundir la disciplina con el castigo! Los resultados de este tipo de educación suelen ser escasos, sin hablar de sus efectos secundarios.

Solo hay una manera de lograr que nos hagan caso:

Afortunadamente, la mayoría de los padres trata de convencer a sus hijos con ruegos y explicaciones, método no solo menos violento sino también mucho mas eficaz. Pero, cuando no tienen exito, reanudan el consabido «si no haces caso, ya vas a ver». Quizás no sean conscientes de que sus medidas educativas no pueden funcionar si ellos mismos no se sienten bien y el clima familiar respira hostilidad, contradicción, tristeza o aburrimiento.

Para que los hijos hagan caso a sus padres necesitan sentirse bien con ellos, sabiendo que mama y papa los quieren y que nunca harían nada para perjudicarlos. Obedecen porque negarse a cooperar significaría malograr la buena armonía.

No existen los padres perfectos

No hay padres perfectos y todos podemos caer en un error o una ceguera momentanea. Los siguientes puntos servirán para revisar nuestro comportamiento y llamarnos la atención sobre nuestras flaquezas educativas.

Reglas: pocas, pero claras

Maxi, de cinco años, nunca quiere acostarse. «Un poco mas, mama.» Y si alguna vez los padres logran meterlo en la cama temprano, el empieza a llorar diciendo que no tiene sueño, que necesita tomar agua o que quiere levantarse para mirar si debajo de la cama hay un monstruo. En determinadas ocasiones se levanta directamente y aparece en el living donde los padres están leyendo o viendo la tele.

¿Que hacer?

La hora y el rito de acostarse pertenecen al área de las normas que deberían quedar claras desde el principio. Otras reglas se referirán a las costumbres higiénicas, a las rutinas de la mañana antes de salir de casa, a la colaboración en el hogar, al horario de ver la televisión y a algunos temas mas, según la manera de ser de cada familia y de la edad de los niños.

Conviene involucrar a los hijos en el establecimiento de estas reglas, ya que así estarán mas dispuestos a cooperar.

En el caso de Maxi, entre todos podrían fabricar un cartel donde dibujen o peguen recortes de todos los pasos que pertenecen al ritual de acostarse: desvestirse, lavarse y cepillarse los dientes, acostar a los peluches, meterse en la cama, escuchar un cuento… hasta llegar al beso de buenas noches. Así, cuando Maxi remolonee, la mama o el papa podrán preguntar: «¿Que paso toca ahora?». El menor estará orgulloso de colaborar.

Utilicemos un lenguaje coherente

Joaquín, de cuatro años, ha estado jugando en la casa de su amigo Roberto. Su mama viene a buscarlo, pero antes su amiga la invita a tomar un café. Sentadas en el sillón y conversando animadamente, las dos mujeres se interrumpen de vez en cuando para gritar a sus hijos: «niños, a ordenar». Por supuesto que los angelitos no les hacen ni el mas mínimo caso.

¿Porque no obedecen?

Saben por el tono de voz que esperan sus padres de ellos, de que los creen capaces (en lo positivo y lo negativo) y en que estado de animo se encuentran. Incluso los mas chiquitos poseen unas antenas lo bastante finas como para intuir lo que hay detrás de las palabras de sus padres.

Los niños saben que sus madres no tienen apuro, no solo por el tono de voz, sino también porque sus palabras no coinciden con su lenguaje corporal. Una mama sentada en un sillón y conversando con una amiga no tiene nada que ver con alguien que quiere que se lo obedezca.

Por eso, cuando mandamos o prohibimos algo en serio (y si no es en serio, no vale la pena hacerlo), todo nuestro cuerpo debe estar detrás de las palabras: la postura erguida, el tono firme, la mirada dirigida al interlocutor. Lo mejor es ponerse frente al pequeño, tomarlo de las manos o tocarle los hombros, mirarlo a los ojos y decir con voz firme: «Quiero que hagas esto o aquello». Según el caso podemos agregar: «Es importante porque…», dándole la explicación pertinente.

No a las amenazas vacías

«Maxi, a ordenar tu dormitorio…, vamos a ordenar tu cuarto… Maxi ordena tu dormitorio ahora mismo.» Después del sexto aviso, la mama de Maxi, de nueve años, sentencia irritada: «Esta bien! j»Sin tele durante toda la semana!».

Todos caemos a veces en la tentación de recurrir a una amenaza vacía. Vacía porque resulta difícil cumplirla, porque al día siguiente nos arrepentimos, pareciéndonos el castigo demasiado duro, o porque simplemente lo olvidamos.

¿Como hacerlo mejor?

Al menos, las amenazas vacías no son tan dañinas como las cumplidas. Si se hubieran cumplido todos los «promisorios castigos» de nuestra infancia, bien triste lo habríamos pasado.

Sin embargo, las amenazas no cumplidas restan credibilidad a los padres y su efecto educativo es nulo. Exigiendo su cumplimiento la cosa puede funcionar a corto plazo, pero, ¿que ganamos con eso? Nuestra actitud solo enseña al chiquito a obedecer por miedo.

Los padres dados a proferir amenazas deberían observarse para saber en que situaciones sienten este impulso, de modo que puedan contenerse.

Los sermones no sirven para nada, porque los niños se desconectan rápido, es mejor dialogar

Nunca debemos insultarlos

«Pero que te pasa, estas ensuciando el piso», grita el padre a su hijo Joaquín, de siete años. El chico ha entrado en el garaje sin mirar y ha tropezado con una lata abierta de pintura. Había pensado contarle a su papa que en el colegio habían aprendido algo sobre , la ciudad de los abuelos, pero ante este recibimiento se lo calla, observando en silencio como el padre termina de pintar la repisa. Después, sin mas palabras, entra en la casa.

Los sobrenombres negativos, «tonto», «burro», «inútil», «pánfilo», constituyen un ataque directo a la autoestima del chiquito, y aun mas si se pronuncian con tanta frecuencia que llegan a formar parte de su persona: «Ahí viene el despistado». A la larga, el niño se identifica con su mote y piensa que realmente es así.

Una mama, cada vez que su hijo de dos años sufría un ataque de ira, lo llamaba «don Furioso», nombrecito que les gusto tanto a los hermanos mas grandes, que comenzaron a llamarlo así para hacerlo rabiar. Hoy, el chico tiene mas de veinte años y todavía recuerda la ira e impotencia que sentía al oír este mote.

¿Cual es la conducta correcta?

«Odiar el pecado, amar al pecador». Estas viejas máximas nunca pasan de moda. Un chico nunca es malo. Cuando nos enojemos con nuestro hijo, critiquemos solo su comportamiento, nunca su persona. En vez de gritarle a un niño que tira un vaso de leche «¡bruto, que hiciste!» podemos aprender a decir: «Estoy enojada porque tenemos apuro y esto esta haciéndonos perder mucho tiempo». De esta forma el chiquito comprende que el enojo no se refiere directamente a el, sino a la situación.

Los padres que se acostumbran a agregar un «porque» a sus enojos dejaran pronto de insultar a sus hijos.

Respeto entre los padres

Sonia, de tres años, ha estado viendo los Teletubbies y, al terminar, la mama le pide que apague el aparato. Pero el papa salta: «Pero, no seas así, que vea un poco mas».

En principio es normal que los padres tengan opiniones diferentes. Cada uno proviene de una familia distinta, con sus valores y sus costumbres específicos. En el peor de los casos, uno ha recibido una educación rígida, mientras que al otro se le ha permitido casi todo. Es lógico que estas diferencias se hagan notar también en la educación de los hijos. Sin embargo, tan pronto como estos se percaten de que uno de los padres les permite mas que el otro, empezaran a manipularlos.

¿Como ponerse de acuerdo?

Cuando la mama no esta de acuerdo con lo que dice el papa, o viceversa, lo mejor es callarse por el momento y retomar el tema mas tarde, cuando estén a solas. Discutir el asunto en el mismo momento en que se produce y delante de los niños solo conduce a una lucha por el poder.

En el fondo, cuestiones como cuanto tiempo ver la televisión deberían pertenecer al ámbito de las reglas fijas. Los padres que no quieren ser tan contundentes y prefieren decidir según la situación pueden ponerse de acuerdo con una frase jocosa o con una mirada, en cualquier caso, sin desautorizarse el uno al otro.

Las comparaciones son odiosas

«Mis dos hijos , se pelean por cualquier cosa: por sus juguetes, por la comida, por tener el control remoto de la tele…Generalmente es el mas grande el que empieza. Pero, por mucho que lo retemos, el siempre quiere mandar.»

¿Es bueno hacer de mediador?

Cada niño es como es, una combinación compleja de genes, una historia emocional mas una amalgama de influencias externas. Y tal como es, resulta único. Los padres no pueden hacer otra cosa que aceptar y amar a cada hijo en su manera de ser.

Por lo general, las peleas entre hermanos suelen ser bastante mas cortas cuanto menos se metan los padres. Lo peor que podemos hacer es darle la razón al que mas llora o poner como ejemplo al aparentemente mas pacifico. Las comparaciones siempre perjudican a ambos hijos: el malo se sentirá rechazado y acumulara sentimientos hostiles, mientras que el bueno se creerá superior.

Prohibidos los sermones

Los padres pueden predicar a sus hijos hasta que se vuelvan afónicos, pero si su propio comportamiento no corrobora sus palabras, no conseguirán nada. La madre de Iris y Pamela, de ocho y seis años, respectivamente, quiere que sus hijas aprendan a ser sinceras y a dar la cara por sus actos, aunque hayan cometido un error. Se lo predica cada dic. Pero acto seguido cuenta por teléfono la mentira de que no puede asistir a una cena porque su marido se encuentra de viaje.

Las mentiras de los padres, aunque se trate de mentiras piadosas, transmiten a los hijos el mensaje de que ellos también pueden mentir.

La falla de los sermones consiste en que constituyen una vía de comunicación en un sentido único, de padres a hijos, nunca al revés. Un padre sermoneador solo escucha su propia voz, y como su discurso suele ser repetitiva y su voz monótona, los hijos dejan de escuchar.

¿Hay forma de que escuchen?

Cuando una mama o un papa noten que a su hijo se le ponen los ojos vidriosos, perdidos en la lejanía, es hora de parar la letanía: «¿Me escuchaste, hijo? ¿Estas de acuerdo? ,¿Me ibas a decir algo?». Los hijos necesitan opinar y dialogar para sentirse tornados en serio.

Por lo demás, hay que predicar con el ejemplo: si queremos que nuestro hijo sea amable, seamos amables; si no queremos que mienta, no lo hagamos. Así de fácil.

Los pequeños no ofenden

Maxi, de seis años, en un arrebato de ira le grito a su mama: «¡Tonta!». La mama se ofende y deja de hablar con su pequeño o solo le contesta con monosílabos.

Con esta actitud rencorosa se esta poniendo a un nivel infantil no muy distinto de cuando un niño tiene una rabieta. Además, utilizando su propia persona como castigo, interrumpe la relación normal madre-hijo, haciendo que el chiquito lo pase mal.

¿Cual es la reacción idónea?

Una madre mas adulta hubiera dicho a su hijo que no quiere ser insultada, igual que ella no lo insulta a el. «Nadie es tonto, aunque, tal vez, se comporte tontamente. Además, ahora no estamos hablando de tontos, sino de la ropa que te vas a poner.» Y asunto concluido.

Una mama que se ofende con algo que diga su hijo pequeño debería preguntarse si realmente ha alcanzado un nivel de madurez adecuado. O si se siente deprimida por otra causa. Es imposible ser buena mama sin tener las propias necesidades emocionales cubiertas.

A partir de cierta edad los niños pueden opinar y sugerir, pero la decisión final debe estar siempre en manos de los adultos

Castigos, no; consecuencias, si

Un niño se come la mitad del postre que la mama ha reservado para la cena. Si lo reprende diciendo «mañana no vas a la plaza», le impone un castigo. Si le dice «esta noche no hay postre», se trata de una consecuencia.

Las consecuencias son lógicas, los castigos, arbitrarios, algo que un adulto impone por el mero hecho de su mayor fuerza física.

¿Como actuar?

La plaza no tiene nada que ver con el postre; el niño no comprende la relación y se siente tratado injustamente. Quedarse sin postre cuando ya se ha comido su parte anteriormente es una consecuencia lógica. Quien llega tarde a la mesa, encontrara la comida fría; quien sale sin paraguas se mojara, quien pega a los demás niños, no puede jugar con ellos. La vida misma impone las consecuencias. La única premisa consiste en que el niño tenga edad suficiente para comprender el concepto de causa y efecto.

Menores de tres años:

Los menores de tres años aun no saben obedecer, todavía lo están aprendiendo. Muchos padres, queriendo hacerlo bien, no prohíben las cosas porque si, sino que explican al pequeño el por qué «no tires del mantel porque se va a caer la fuente». Esta bien que actúen así, pero no deben extrañarse si su hijo no les hace caso. A la edad de uno o dos años, pueden entender en «no»,no», y quizás inclusos sus explicaciones, pero aun no poseen el autocontrol suficiente para frenar sus impulsos. Lo único razonable es retirar al niño, llevarlo a otra pieza y distraerlo.

Nada de violencia

Aunque los castigos físicos están erradicados de la educación moderna, por desgracia todavía ocurren, pero se trata de padres con graves problemas emocionales, necesitados de ayuda. También los pellizcos y coscorrones que se les pueden escapar incluso a los padres contrarios a los castigos físicos, obedecen a un estado nervioso alterado del adulto. Su efecto educativo no solo es nulo, sino que los niños aprenden que la agresividad es una forma normal de reaccionar.

¿Es posible dominarse?

La primera medida consiste en aprender a reconocer las señales físicas que acompañan la ira: un padre aprieta los puños, otro siente como la sangre se le sube a la cabeza… Este es el momento de parar y respirar profundamente (tanto la pausa como la mayor cantidad de oxigeno calman los nervios). Después explicamos al chico el porque de nuestro enojo y proponemos ir cada uno a su pieza. «Después de cinco minutos, volveremos a hablar.»

Cuando las agresiones se repiten, el que las comete necesita un descanso. Lo mas seguro es que se sienta sobrecargado o tenga otras preocupaciones. Un fin de semana lejos de la familia, una charla con un buen amigo o la ayuda de un profesional le enseñara que debe hacer para sentirse mas contento con su vida y dejar de agredir a sus hijos.

Decía el filosofo Jean Jaques Rousseau que los niños son como los relojes: no se les debe dar cuerda todo el tiempo, también hay que dejarlos andar….

Fuente: Pediatra al Día

 

 

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