La resiliencia
Cuenta Boris Cyrulnik, el niño huérfano que huyó de un campo de concentración nazi a los seis años de edad y que acabó convirtiéndose en un prestigioso neurólogo y psiquiatra, la historia de un chico pelirrojo dócil pero fuerte, al que le habían diagnosticado esquizofrenia. El chico vivía en los barrios bajos de Tolón, en dos habitaciones lúgubres en pisos diferentes. En una de ellas vivía su abuela que estaba enferma de cáncer y, en la otra, su padre alcohólico junto a un perro. El muchacho se ocupaba de las tareas domésticas, compraba, daba de comer a sus familiares y también estudiaba. Un día que cambió su vida, un profesor de lenguas exóticas le invitó a una cafetería para hablarle sobre un programa cultural. Poco antes de los exámenes finales del bachillerato, el chico pelirrojo comentó a Cyrulnik: “Si tengo la desgracia de aprobar no seré capaz de abandonar a mi familia”. Poco tiempo después, el padre murió atropellado al perseguir al perro que se había escapado de casa y la abuela falleció en el hospital. Posteriormente, el chico pelirrojo se convertiría en un experto sobre lenguas orientales que le permitiría conocer gran parte del mundo (Cyrulnik, 2002).
Aunque el perro no se hubiera escapado de casa, seguramente el chico habría aprobado los exámenes y, aunque no hubiera llegado a la Universidad, mantendría ciertos rasgos resilientes. Y en eso consiste la resiliencia, en la capacidad que tenemos para soportar la frustración y superar las adversidades que nos plantea la vida saliendo fortalecidos de las mismas. Una puerta abierta a la esperanza que huye de determinismos y que posibilita el cambio.
La resiliencia en la escuela
Tradicionalmente, en la escuela ha predominado la detección de defectos (dichoso bolígrafo rojo) en lugar de la identificación de fortalezas, sobre todo a nivel estrictamente académico. Pero para promover la resiliencia se han de favorecer climas emocionales positivos y optimistas en los que el alumno se sienta seguro y responsable, sin estar ello reñido con la debida exigencia. Esta escuela resiliente proactiva ha de contar con docentes que sepan acompañar el proceso de evolución personal de sus alumnos y que acepten y sepan gestionar la diversidad y la complejidad de las relaciones entre los distintos colectivos (profesores, alumnos o familias).
La resiliencia se trata de un aprendizaje que puede darse durante toda la vida y, más allá de las particularidades de cada uno, todos podemos aprender a ser resilientes. Y de la misma forma, todos los niños, independientemente de que estén inmersos en problemas o no, pueden beneficiarse de los programas educativos que promuevan la resiliencia, capacidad imprescindible no sólo para el desarrollo exitoso del alumno sino también del docente.
Cultivando la resiliencia
A continuación, enumeramos algunos factores que creemos que debemos fomentar en el proceso de construcción de la resiliencia en el aula. Aunque se puede utilizar la hora destinada a la tutoría para realizar actividades para mejorar la resiliencia, cualquier oportunidad es válida para impulsar este proceso y esto se puede dar en cualquier asignatura. Y como ya comentamos anteriormente, el beneficio será general, independientemente de que el alumno se encuentre ante una adversidad o no.
- Siempre positivos. Tradicionalmente la educación se ha restringido a detectar y remarcar los aspectos negativos del alumnado (el subrayado con bolígrafo rojo que comentábamos antes) en detrimento de los positivos. Pues bien, una educación orientada a mejorar la resiliencia tendría que optimizar las fortalezas y virtudes del alumno que le permitan adoptar una actitud positiva. Independientemente de los condicionamientos genéticos, se puede aprender a ser más optimista e interpretar las dificultades como retos. De lo contrario, las creencias negativas pueden condicionar el aprendizaje adecuado.
- En la clase se ha de respirar seguridad. El profesor ha de generar en el aula un clima emocional positivo y seguro que permita al alumno sentirse respetado, apoyado y querido. La puerta abierta a la esperanza que supone la plasticidad cerebral ha de generar siempre en el docente expectativas positivas sobre sus alumnos (efecto Pigmalión positivo). Además, los alumnos no han de ser meros elementos pasivos del aprendizaje, sino que han de ser protagonistas del mismo y han de participar en las decisiones que se tomen en el aula.
- Las relaciones siempre sanas. Hemos de fomentar las relaciones entre compañeros en las que predominen la comunicación, el respeto, la empatía y la cooperación, en detrimento de la competición. Cuando se da importancia a estos aspectos socioemocionales, que por otra parte son imprescindibles en la formación del ciudadano del mañana, y se fomenta el trabajo colaborativo, es más sencillo resolver los conflictos que puedan surgir y se facilita aprendizaje. Nuestro cerebro es social y la promoción de la resiliencia es una tarea colectiva (Forés y Graells, 2008).
- El cambio es posible. Como la vida constituye un proceso de transformación continuo, en el aula hemos de aceptar y suscitar un pensamiento crítico y creativo que permita visualizar nuevas posibilidades. Las ideas novedosas y diferentes facilitan el progreso y abren un mundo lleno de esperanza.
- Todos nos equivocamos. Cuando se asume con naturalidad que el error forma parte del proceso de aprendizaje, aprendemos a tomar decisiones con determinación. Se disfruta el proceso y no nos afecta negativamente el no obtener un determinado resultado porque sabemos que el análisis de la situación nos permitirá mejorar.
- Fomentemos la autonomía. El alumno ha de aprender a ser autónomo y saber distanciarse de opiniones negativas que le puedan perjudicar. Para ello es imprescindible su mejora en la autorregulación emocional y, en concreto, es muy importante la técnica del autorrebatimiento que permite, mediante el diálogo interno, analizar y relativizar el sentimiento provocado por una emoción negativa. La mejora del autocontrol ayuda en la lucha contra el tan temido estrés crónico (Lantieri, 2009).
- ¡Sonríe, por favor! Cuando somos capaces de relativizar las situaciones con sentido del humor, mejora nuestro bienestar. Aunque es difícil demostrar que el humor tiene beneficios terapéuticos, sí podemos afirmar que mejora la resiliencia de las personas y ayuda a disfrutar más de la vida (Forés y Grané, 2012). El docente que entra en el aula con una sonrisa natural tendrá más posibilidades de generar un clima emocional positivo y facilitar así el aprendizaje.
Fuente: http://escuelaconcerebro.wordpress.com